El reclamo de los difuntos

El reclamo de los difuntos

LAGUNA DE VOCES

Por cada paso que damos en la procesión, los tambores retumban hasta lo más escondido de la plaza, y son ecos del pasado que surgen, dolorosos, en estas fechas que los muertos regresan para reclamar tanta indiferencia al sufrimiento, al dolor, al pensamiento que tuvieron antes de partir y encomendaron hijos, esposa y hermanos a los mejores rumbos que pudiera dar el destino. Pero nunca a la abulia, al sentimiento de que ya nada se puede hacer porque así estaba escrito en algún libro maligno que seguro escribió un poeta maldito.

Los muertos regresan, pero no en busca de consuelo, ni tampoco para darlo. Regresan porque dejaron cuentas pendientes con los vivos que no cumplieron con su palabra, de hacer algo para que esta sociedad, la nuestra, no termine como era el peor pensamiento que tuvieron antes de irse con el Jesús en la boca, y el terror de haber construido un país, un mundo tan de al tiro sin sentido, hundido hasta las narices en un lodo espeso, maloliente, pero, sobre todo, falto de toda dignidad.

Se llevan nada, nos llevaremos nada cuando nos toque en turno desfilar por ese mostrador donde todos dejan una última firma, una última solicitud, un último suspiro, pero sobre todo una última preocupación por todo lo que, saben, está por venir.

Por eso los tambores han retumbado sin parar toda la noche, y los pasos que truenan contra el piso son, sí, de hueso pelón, resquebrajado del coraje que traen las calacas indignadas, que juran y perjuran que cuando menos con ellos se alzaba la voz, se coreaban consignas en contra de los del poder, no que ahora, pura mentadera de madre en una pantallita de teléfono, y eso sí con nombres falsos en estos tiempos de la cobardía anónima, del enojo anónimo, de la indignación anónima, y no porque algo les pudiera pasar, sino la pura conveniencia de que, en una de esas, los descubren y les quitan las becas, las pensiones, el dinero pues, que se regala a manos llenas, pero es más efectivo y pacífico que una trompada en la cara, o una patada en el hígado.

Mi padre siempre pensó que Pancho Villa, no debía de morir. De Juárez guardaba un recuerdo, pero apenas visible, porque conocía de historia y nunca le cayeron bien los que se enamoraban de la silla presidencial. Pero Villa no, una vez que se dio el gusto de sentarse cuando entraron las fuerzas del norte y del sur a la Ciudad de México, se levantó y dijo “no, esto no es para mí, al país lo debe dirigir una gente que sepa, que haya estudiado, no un burro como yo. Yo estoy para pelear y para que don Francisco gobierne”.

Así que volverá seguramente y preguntará qué hijos hemos hecho de un país que nos dejó hace apenas pocos años, y exigirá cuentas, porque para eso nos enseñó que la voz se levanta, el puño y la cara en alto, porque el que se calla no merece estar en estas tierras.

Hace rato la procesión se hizo lenta, apenas movimientos diminutos que no dejaban escuchar el paso marcial de la muerte, solo el susurro de los que observan, de los que miran sin saber a ciencia cierta de qué se trataba este regreso momentáneo a la vida, a convivir con sus deudos. Hace rato también que nadie hace caso, que todos dedican vida y obra a palomear una pantallita, donde se resume todo su mundo, a lo mejor hasta su universo.

¡Cuando hay tanto por conocer, por recorrer!

Nadie escucha el enojo de los viejos difuntos, porque, aunque abrimos arriba-abajo la dentadura de blancura fantasmal, ni un ruido, ni un sonido. Nada.

Así nos volveremos a quedar callados, igual que el día exacto en que nos fuimos, en que la luz se apagó. Pero volveremos, para reclamar el silencio, la abulia, la sencilla cobardía del: yo no miré, yo no supe, yo estaba muerto.

Mil gracias, hasta mañana.

Mi Correo: jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

X: @JavierEPeralta

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