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El principio de autoridad

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FAMILIA POLÍTICA

Ahí están las reglas, escritas y no escritas. No se debe jugar con la estabilidad nacional, por el capricho de un imberbe  y acaudalado personaje.  Retar a las instituciones puede conducir a la Patria por caminos muy peligrosos. Hay que recordar que el Presidente no se apellida Huerta ni el aspirante a prócer es Belisario Domínguez.

“Es preferible tener un Presidente con defectos
 que no tener Presidente”.

Sentencia popular.

En abierta oposición al concepto aristotélico que define al hombre como un animal político (zoón politikón), la pensadora siria Ikram Antaki afirma que éste no se hace gregario por voluntad, sino por miedo; por el terrible peso de su circunstancia (en el sentido de Ortega y Gasset): imitación, costumbre, economía, lenguaje, religión… limitan su libertad pero le dan seguridad.  “El hombre es, en esencia, un solitario erguido contra el universo”.  En esa tendencia natural, jamás se habría forjado el Estado.
    Las sociedades primigenias (horda, clan, tribu…) carecían de “gobierno institucional”.  Los ancianos imponían orden e impartían “justicia” con la fuerza del parentesco, por vínculos de sangre; cada familia se gobernaba a sí misma.
    En cualquier grado de evolución social, existe el principio de autoridad.  Históricamente, éste se encarnó en Dios (o los dioses), en las organizaciones teocráticas correspondió al brujo, Rey o Jefe Militar.  En todas las formas actuales de gobierno (autoritario, monárquico o cualquiera otra modalidad), la naturaleza de la autoridad se afirma al limitar la libertad individual, al mismo tiempo que le da sentido.  Una vez más, repito: autoridad sin libertad es dictadura, pero libertad sin autoridad es anarquía: ambos valores, aparentemente excluyentes son dialécticamente complementarios.
    El Estado es una ficción jurídica: nació de la guerra, para evitar la guerra.  La dominación pacífica, más allá de la costumbre, se consolidó con el advenimiento de la ley escrita. La figura de un Jefe institucional, totalmente ajeno al padre biológico o a cualquier relación de parentesco, logró someter a cierto número de grupos, al garantizar un orden mínimo sin violencia, sin conflicto permanente. Se encarnó en símbolos (corona, cetro, banda…).  El principio de autoridad fue instrumento capaz de conciliar intereses distintos y aún contradictorios, por la persuasión o por la violencia legal.  El principio de autoridad está presente en todo acto de gobierno, es su esencia. Quede claro: un poder público que no se construye sobre la fuerza no dura, es efímero.
    El México actual tiene una larga historia de excesos (la autoridad puede convertirse en autoritarismo). El Gran Tlatoani prehispánico, era al mismo tiempo guerrero y Dios; su poder no tenía más límite que su propia voluntad.
    La Conquista fue para el pueblo algo así como “el mismo infierno con diferentes diablos”.  Los encomenderos y virreyes españoles, los frailes y la “diabólica” Inquisición, impusieron no sólo autoridad sino terror durante trescientos años.  Después… el caos.
Hidalgo y sus huestes violentas, con décadas de rabia acumulada, con sed de venganza… terminaron con cualquier noción de autoridad.  La Constitución Española de Cádiz fue pretexto para una independencia más de forma que de fondo.  El genio de Morelos concibió “Los Sentimientos de la Nación”, pero no alcanzó a dar vigencia al México constitucional.
Luego, el efímero “imperio” de Iturbide, la lucha entre centralistas y federalistas, la terrible seducción que impuso a la Patria Antonio López de Santa Anna (once veces Presidente de la República), Maximiliano y el Segundo Imperio… despedazaron todo principio de orden.  Cada grupo, cada facción, obedecía a alguien, de acuerdo con sus particulares intereses.  Se borró la idea de Nación en un pueblo a merced de invasores afuera y traidores adentro.
La restauración de la República, legitimó la investidura del Presidente Juárez.  Su lección al mundo de que “Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz” perdura como lección de Derecho Internacional.
Después, Don Porfirio Díaz.  
Bajo el lema positivista “Amor, Orden y Progreso” justificó la terrible orden “¡Mátalos en caliente!, el suyo fue un Estado con “poca política y mucha administración”, el totalitarismo se impuso por obra y gracia de “El Héroe de la Paz… de los sepulcros”.
Después de un gran tirano, siempre viene un gran vacío de poder.  La Revolución Mexicana, otra vez propició la anarquía: El Maderismo, la Decena Trágica, el Huertismo, el Constitucionalismo, la Lucha de Facciones… hicieron trizas el principio de autoridad.
Fue en 1917 cuando la nueva Ley Suprema restauró cierto orden jurídico, pero hasta 1929, con la creación del Partido Nacional Revolucionario, se fijaron las bases políticas, para un Poder legitimado en el voto popular.  La transición de los gobiernos, se hizo pacífica y democrática, aunque con múltiples deficiencias.
Hoy, angustia observar, como se deteriora la figura de la autoridad; de qué manera tan irrespetuosa se amenaza al primer mandatario y a las instituciones responsables de procurar justicia. ¡No se vale fabricarse una imagen de víctima frente al “verdugo autoritario y mentiroso”!  
Ahí están las reglas, escritas y no escritas. No se debe jugar con la estabilidad nacional, por el capricho de un imberbe  y acaudalado personaje.  Retar a las instituciones puede conducir a la Patria por caminos muy peligrosos. Hay que recordar que el Presidente no se apellida Huerta ni el aspirante a prócer es Belisario Domínguez.

Marzo, 2018.