“EL PEPENADOR”

 

Don Ceferino, era un pepenador, vivía hasta el cerro, en el barrio del Arbolito, no tenía familia, solamente un perro grandote y corriente llamado “Sato”, desde chiquito lo crió, lo cuidó y nunca le faltaba su hueso, el perro lo quería mucho hasta creía que era su papá.

Don Ceferino se dedicaba a juntar papel y cartón para venderlo por kilo, cada que bajaba por el barrio, los muchachos le aventaban piedras y le decían de groserías, sus padres les habían dicho que don Ceferino era el viejo del costal y si se portaban mal, se los iba a llevar.

Don “Cefe”, como lo conocían, estaba viejo, chaparro, usaba una gorra de estambre que le cubría las orejas, le faltaba la mayoría de los dientes y usaba un saco, que nunca se quitaba, el pantalón le quedaba guango, para que no se le cayera se lo tenía que amarrar con un lazo y calzaba unas chanclas rotas, abiertas de la punta.

Cuando andaba borracho se iba de un lado para otro, sin soltar el costal, que llevaba en el hombro, le servía de contrapeso, para que no se cayera. Una vez que lo hicieron enojar los chamacos, les aventó una piedra, que le pegó en la espinilla a doña Irene, la vieja más peleonera del barrio. A pesar de que iba atarantado, supo a quién le pegó, se hizo el disimulado y siguió su camino, la señora, lo alcanzó, jalándolo del saco, le dijo:

  • Pinche viejo baboso, fíjese cómo avienta las piedras, ya me abrió la espinilla.
  • Calmada, señora, suélteme, no sabe con quién se está poniendo, yo soy un policía ministerial jubilado.

La señora le dio una cachetada tan fuerte que lo aventó con fuerza, rodó por el suelo; jaló su costal, se lo puso de cabecera y ahí se quedó dormido. Por el lugar pasó uno de los vecinos, que le dijo:

  • Don “Cefe”, váyase a dormir a su casa, no tardan en pasar los granaderos y se lo van a llevar al bote, allá lo bañan con agua fría para que se le baje la peda, le ayudo a levantarse.

Le dio la mano para pararlo, lo encaminó unos metros y lo puso a la entrada de la calle:

  • Se sigue derechito, recargándose de la pared y así llegará a su casa, nada más tenga cuidado que no se le acabe el muro, porque se rompe el hocico.

Caminaba de un lado a otro, al llegar a su casa lo recibió su perro, muy contento ladrando,  corriendo de un lado a otro, sin dejar de mover el rabo y brincaba lamiéndole la cara.

  • Estate quieto, pinche “Sato”, ya te traje de comer.

Buscó dentro del costal y sacó un envoltorio, lo desenredó y le aventó un hueso de la bolsa, sacó unas tortillas las partió y se las dio. Mientras el perro comía don “Cefe”, se empinó su botella de caña, le dio unos tragos, el perro se le paró de manos y se lo quedó mirando, el viejo le dijo:

  • De esto no te doy, porque te vayas a emborrachar y luego andes echando bronca, te pueden agarrar los perreros, van a pensar que tienes rabia y te maten. Mejor vamos a dormir, porque mañana me espera una buena chinga para juntar papel y a ti de cuidar mi casa a que no se metan los rateros.

Se quedó dormido y el perro se enroscó a sus pies, al otro día con su costal a cuestas se perdió entre las calles, cansado de juntar papel y echarlo al costal, el viejo arrastraba su maltratado cuerpo, con los ojos hundidos por el hambre, le temblaban las piernas, adoloridas por los años aguantando su pesada carga. Después de vender lo que juntó, se paró en una fonda:

  • ¿A cómo da el plato de caldo, señito?
  • A diez pesos.
  • ¿Lleva garbanzos y arroz?
  • Si señor, es caldo de pollo de primera, con una ala le cuesta 15 pesos, le doy unas tortillas con salsa, y un vaso de agua. Y si lo quiere con pechuga, le cuesta veinte.
  • Nada más deme el caldo, por favor.

Lentamente lo saboreaba como no queriéndoselo acabar por lo sabroso, pagó y se regresó a la cantina, a comprar su aguardiente. Luego fue a una carnicería:

  • Deme ese hueso grande, que está junto a la pierna de puerco.
  • Le vale 5 pesos.
  • Déjemelo en cuatro, son los únicos que traigo, es para mi perrito.
  • Se lo voy a dejar, pero le voy a dar un consejo, lo que vale el hueso, cómpreselo de pan, porque se ve que a usted le hace falta alimento, parece cadáver y mande a su perro a volar, sáquelo de su casa a patadas.

Don “Cefe” tranquilamente sacó su botella, le dio unos tragos, se limpió la boca con el dorso de la mano y mirando al carnicero, le dijo:

  • Fíjese usted que mi perro es el timbre de mi casa, el vigilante, es mi guarura, es el soldado que me ayuda a combatir mi soledad, es mi amigo, mi confidente, un compañero que siempre está dispuesto a escuchar mis pendejadas y es muy discreto, es un amigo que siempre ha estado conmigo en las buenas y en las malas, con él he compartido mis penas y mis amarguras, es mi socio en las alegrías y enfermedades, con él vivo las penas, amortigua mis enojos y detiene mis angustias, es una esponja para mis lágrimas, me da la ternura del hijo, o del hermano que nunca tuve, ¿ así quiere que eche a mi perrito a la calle? Eso sería no tener madre, mejor me voy antes de que le diga una mala palabra.

El pobre viejo caminó muy triste, ese día le había ido muy mal, buscó en las bolsas y solo encontró una moneda de 50 centavos, se metió a la panadería y compró una telera, la guardó en su costal y llegando se la dio a su “Sato”, junto con el hueso.

  • Perdóname, pero es lo único que te traje, te sirve de dieta, para que no te pongas panzón y eso fue que de chiripada me sobró, sino te hubieras quedado a ayunar, como los hermanos.

Al día siguiente siguió su rutina, era un domingo, cansado se sentó frente a la puerta de la iglesia de la Asunción, salieron varios muy bien vestidos, les aventaban arroz a un pareja de matrimonio, les echaban porras, les daban abrazos y todo era felicidad.

Los recuerdos del viejo llegaron a las mente, hace muchos años atrás él salió por esa puerta del brazo de Margarita, su esposa y la gente le aplaudía, luego subieron a su casa, donde hubo una gran fiesta, y varios años duró su felicidad. Cuando Dios les mandó la bendición de un hijo, éste no podía nacer. Salió la partera y le dijo.

  • Vaya a buscar a un médico, el niño viene atravesado.

Ceferino salió corriendo, pero ningún doctor quiso ir, por no tener dinero y vivir hasta el cerro. Llegó horas después y la partera le entregó el tierno  cuerpecito de la criatura y le dijo:

  • Está muerto y su esposa va para allá.

Pasó uno de los grandes camiones que hacen mucho ruido y borraron los pensamientos de Ceferino, que con un trapo viejo y sucio se limpiaba las lágrimas, no dejaba de llorar.

Cargó su costal y a paso lento subió por las empinadas calles hasta llegar a su humilde hogar.

Esa noche el “Sato” estaba muy inquieto, no dejaba de ladrar cerca de la puerta, presintiendo que le llegaba la muerte a su amo. No se equivocó, porque don “Cefe” pasó a mejor vida. Los vecinos se cooperaron para enterrarlo, para él no hubo velorio. Su perro se quedó por muchos días sobre su tumba, soportando el hambre y las inclemencias del tiempo, hasta que murió.

 

 

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