“EL PEPENADOR”

 

Don Ceferino, un pordiosero, vivía hasta el cerro, en el barrio El Arbolito, en una casita de madera con techo de cartón. Le había improvisado una barda con piedras sobrepuestas, no contaba con luz eléctrica, ni agua potable, ni ningún otro servicio. Don Ceferino no tenía familiares, solamente lo acompañaba un perro blanco con manchas negras, llamado “Sato”, que cuando era cachorrito, se lo encontró en el basurero, se lo llevó a su casa, lo cuidó y le dio de comer. Así el perro fue creciendo acostumbrándose a él. Por las tardes, cuando don Ceferino llegaba a su casa, el can no dejaba de ladrar, brincaba de gusto corriendo de un lado a otro, y se revolcaba en la tierra.

Don Ceferino era bajito de estatura, de barbas y cabello largo, y le faltaban los dientes. Era viejo y caminaba con dificultad. De joven trabajó en la mina de San Juan  Pachuca. Ahí un carro de mina lo atropelló en los túneles y le quebró una pierna; lo operaron pero ya no quedó bien. Cuando los capitanes de la mina vieron que rengueaba, lo dieron de baja sin  darle un solo centavo de indemnización, y por su defecto físico no encontraba trabajo en ninguna parte. Don Ceferino, para ganarse la vida se metió de pepenador; juntaba papel y cartón, y los vendía por kilo. Todos los días, muy temprano, bajaba a los depósitos de basura buscando lo que le diera el sustento del día. Don Ceferino vestía una gorra de estambre que le cubría las orejas, con un saco negro y largo, que por el tiempo, la tierra, la mugre que tenía, parecía de varios colores. Su pantalón era del mismo color del saco, tres veces más grande que su talla, y lo llevaba amarrado con un lazo para que no se le callera. Calzaba zapatos viejos, grandes, con agujeros por donde se le salían los dedos.

Al ver a don Ceferino cargando su costal, les producía miedo a los niños, quienes corrían a sus casas llorando, porque sus padres les habían dicho que era el viejo del costal, y si se portaban mal se los iba a llevar. Don Cefe, como le decíamos en el barrio, dejó de tomar pulque porque ya no le hacía nada, ni siquiera lo atarantaba. Se acostumbró a tomar caña (que es un aguardiente muy fuerte). Cuando andaba borracho se iba de un lado a otro, sin soltar el costal que le servía de contrapeso para no caer.

Los muchachos grandes, que no le tenían miedo, le aventaban piedras; él los correteaba y se las regresaba. Una vez, al tirar una piedra a los muchachos que lo hacían enojar, le pegó en la espinilla a doña Ramona, una señora de mal carácter, la más peleonera del barrio. Don Cefe, a pesar de que estaba borracho se hizo disimulado, caminó rápido, como si nada hubiera pasado, pero fue alcanzado por la señora, quien lo tomó del cuello del saco y lo levantó:

  • Oigame, recabrón, fíjese cómo avienta las piedras. No las tire a lo pendejo, ya me abrió la espinilla.

Don Cefe, parado de puntitas, trataba de zafársele a la señora, meneando el cuerpo para todos lados, sin soltar su costal.

  • ¡Suélteme, señora! No me obligue a darle un chingadazo.

La señora enojada, lo aventó y don Cefe cayó al suelo.

  • ¡Pinche viejo pendejo!

La señora Ramona, haciendo gestos de dolor, se sobaba la espinilla, echándose saliva, mientras que don Cefe se levantó y se le enfrentó.

  • Le dije, pinche ruca, que no se metiera conmigo. ¡La voy a madrear! Nada le hace que me señalen como un cobarde.

Doña Ramona le dio una cachetada, que el viejo rodó por el suelo. La señora se alejó diciendo palabras entre dientes. Don Ceferino quedó sentado, sobándose el cachete. Jaló su costal y se lo puso de almohada, muy tranquilo, se acostó sobre él, y se quedó dormido. Poco después pasó por ahí Isidro, “El Chaparro”, uno de sus vecinos.

  • ¡Órale, don Cefe. Párese y váyase a su casa. Va a pasar la policía y al verlo durmiendo en la calle, se lo van a llevar al bote; allá lo bañan con agua fría para que se le baje la peda.

Don Ceferino se enderezó, mirando para todos lados, y le dijo a su vecino:

  • ¿Dónde está esa pinche vieja que me descontó a la mala?

“El Chaparro”, sonriendo, lo levantó, le acomodó el costal en el hombro, lo encaminó a principio del callejón, y suavemente lo empujó:

  • Váyase derechito don Cefe, recargado en la pared llega a su casa, nada más tenga cuidado de que no se le acabe porque se da en la madre.

Dando un paso para adelante y dos para atrás, y a veces a gatas, don Ceferino llegó a su casa; ahí lo recibió su perro “El Sato”, que se paró de manos y le lamía la cara.

  • ¡Estate quieto, “Sato”! ¡Aquí te traigo tu comida! ¡Oh, con una chingada! ¿Ya te estás? O no te doy nada.

Metiendo medio cuerpo al costal, el viejo buscó un envoltorio, con mucho cuidado lo abrió ante los ladridos del perro, que brincaba para quitárselo, de en medio de los papeles sacó un hueso y un montón de tortillas, las partió y las echó dentro de una cacerola, junto con el hueso.

         -¡Órale, amigo! Ahí tienes tu comida. El caldo te lo debo.

Mientras “Sato” tragaba, don Ceferino destapó la botella de caña, y le dio unos tragos. De pronto le dio un ataque de tos muy violento. Se estaba ahogando. Las venas del cuello parecían reventársele, y su rostro se puso entre rojo y morado. Poco a poco reaccionó.

  • ¡Ah cabrón! ¡Ummmmmm!

El perro ladró y se le acercó al viejo, sin dejar de mover el rabo. Don Ceferino se compuso y como si entendiera, el animal le enseñó la botella de caña, y le dijo:

  • De esto no te doy, porque te vayas a empedar y luego andes echando pleito y te vayan a dar en la madre creyendo que tienes rabia. Mejor vamos a dormir, porque mañana hay que chingarle duro para sacar para el pipirín.

Don Ceferino se quedó dormido en una silla, y su fiel mascota se acurrucó a sus pies. Al otro día, con el costal a cuestas, don Ceferino bajaba por el empedrado callejón. Su andar duraría toda la mañana y parte de la tarde, perdiéndose entre las calles, agachándose para levantar el papel o doblando el cartón, con los ojos hundidos por el hambre y por el cansancio. El anciano arrastraba su maltratado cuerpo. Después de vender su producto, se acercó a una fonda.

  • ¡Señora! ¿A cómo da el caldo de pollo?
  • A peso el plato.
  • ¿Lleva garbanzos y arroz?
  • Sí señor; el caldo es de primera, con un ala le cuesta dos pesos y con huacal, dos cincuenta; aparte le doy tortillas y un vaso de agua.

El viejo hizo un gesto, se buscó en todas las bolsas, sacó unas monedas y las contó, una por una.

  • Deme nada más el caldo de pollo.

Sentado junto al costal, don Ceferino saboreaba la sopa. Su mano temblaba al llevar la cuchara a la boca, absorbía lentamente el líquido, como no queriendo acabarlo, porque estaba muy sabroso. Después de pagarlo se dirigió a la cantina.

  • Dame una copa de tequila y lléname mi botellita de caña.

Don Ceferino se echó sal en la mano, se bebió la copa de jalón y se chupó la sal. Guardó la botella de caña en una de sus bolsas del saco, cargó su costal en el hombro y salió de la cantina. Había caminado unas cuantas cuadras cuando, de pronto, se detuvo y tronó los dedos.

  • Ah, chinga, falta mi “Sato”. Por poco y lo dejo sin comer.

El Pepenador se metió a una carnicería.

  • Véndame ese hueso que está allá.
  • ¿Cuál?
  • Ése que está junto a la pierna de puerco.
  • ¿Éste?
  • Ése mero.
  • El hueso le sale en 6 pesos.

Don Ceferino dejó su costal y volvió a contar sus monedas.

  • Déjemelo en tres, es lo único que traigo.
  • ¿Para qué quiere el hueso?
  • ¿Cómo que para qué? Es para mi perrito.
  • Se lo voy a dejar en lo que trae, pero no sea pendejo, señor, cómaselo usted, que parece cadáver. Eche a su perro a la calle.

Don Cefe agarró el hueso y lo metió en el costal, sonrió meneando la cabeza, sacó su botella de caña, y después de darle algunos tragos, le dijo al carnicero:

  • Mire amigo, se me hace que el pendejo es usted. Mi perro es el timbre de mi casa, el vigilante, es mi guarura, es el soldado que me ayuda a combatir mi soledad. Es un amigo que siempre está dispuesto a escuchar mis pendejadas, además es muy discreto, es un compañero que siempre está conmigo, en las buenas y en las malas. Con él divido mis penas y mis amarguras, es mi socio en alegrías, enfermedades y triunfos, amortigua mis iras, y frena mis angustias, me da la ternura del hijo, del hermano, que nunca tuve, es una esponja ante mis lágrimas. Con esto que le dije, me aconseja echar al perro a la calle. Esto es no tener madre.

Don Ceferino salió de la carnicería y siguió su camino. Al pasar frente a la iglesia de La Asunción se persignó varias veces, inclinando la cabeza, despojándose de su gorra de estambre, y se sentó en una de las bancas que están afuera en el jardincito. Las lágrimas estaban a punto de brotarle, recordó que hacía muchos años, él mismo había salido de la puerta del templo del brazo de María, su esposa, que ese día llevaba un vestido blanco que hacía juego con su piel morena; el vestido la hacía ver como muñeca.

La cara del viejo se iluminó con una sonrisa. Después entristeció. Con sus manos se limpiaba las gruesas lágrimas, producto de los crueles recuerdos.

Para Ceferino era un día muy especial, estaba muy contento, iba a nacer su primer hijo. Desde temprano llegó a su casa la comadrona del barrio. Las horas pasaron, y el niño no podía nacer. Los gritos de dolor de María, su esposa, se escuchaban a través de la puerta del otro cuarto, donde Ceferino se paseaba de un lado a otro, muy nervioso.

De momento se abrió la puerta y salió la señora que la atendía; estaba sudorosa y agotada. Los gritos de María se escuchaban más angustiosos.

  • Tráigame trapos limpios y agua caliente. El niño viene atravesado.

A pesar de los esfuerzos de la comadrona, la complicación del parto seguía.

  • Vaya a buscar ayuda con algún médico.

Ceferino salió corriendo, desesperado, por varias partes de la ciudad, pidiendo, suplicando, que le fueran a atender a su esposa, pero ningún médico quiso hacerlo, porque vivía lejos y además no tenía dinero. Regresó a su casa y al abrir la puerta, vio a María, su mujer, que lloraba amargamente, apretando en su pecho a su hijito muerto. Se le acercó y el llanto no lo dejó hablar. Su mujer le estiró los brazos, entregándole el cuerpecito del niño. Ceferino lo recibió con las manos temblorosas, y escuchó a su esposa, que con palabras entrecortadas, le dijo:

  • ¡Ceferino, mi amor, el niño se nos fue…!

María se quedó callada. Esas fueron sus últimas palabras, pues murió. Ceferino se dejó caer de rodillas, sin soltar a su niño muerto, y así permaneció por mucho tiempo. Después, con el mayor cuidado, envolvió a la criatura con una cobija y colocó el tierno cuerpecito junto al cadáver de su esposa.

El ruido de los coches y los camiones que pasaban por el lugar, interrumpieron sus amargos recuerdos. Las lágrimas del viejo rodaron por sus mejillas, perdiéndose en las solapas del mugroso saco. Destapó su botella de caña, y se la tomó de un jalón.

Llegó a su casa como de costumbre. Le dio de comer a su perro, platicó con él, y después se quedó dormido. Esa noche “Sato” estuvo muy inquieto, no dejaba de aullar en la puerta de aquella humilde vivienda, presintiendo que la muerte había llegado por su amo. Así terminó su existencia don Ceferino. A los dos días de muerto, las autoridades se lo llevaron y lo echaron a una fosa común. “Sato”, su fiel perro, no lo dejó ni un solo momento, y permaneció echado por muchos días, sobre la tumba de don Ceferino. Hasta que un día, también él murió.

 

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