Después del gran operativo en Tláhuac
• Anclada en la sospecha y el cruce de acusaciones, la capital digiere con dificultad el primer gran operativo militar contra el narco en suelo urbano
Es un argumento parecido al ensayado por la clase política de la capital, con la diferencia de la información que manejaron unas y otros. Desde el operativo de la Armada, el partido de Gobierno en la ciudad, el PRD -la izquierda tradicional- critica al delegado de Tláhuac, Rigoberto Salgado, por obviar el crecimiento de El Ojos y su banda. Es más, el diputado del PRD en la asamblea local, Iván Texta, decía este lunes que tienen vídeos de Salgado en una fiesta en Tláhuac, compartiendo con el capo del narcotráfico y su gente
En el de Tláhuac, en el sur de la Ciudad de México, hay un estanque y al fondo se ve un cerro con pocas casas, una advertencia de que la ciudad no es tan ciudad aquí como en el centro. Pese a que ese centro, el del zócalo, el del Palacio Nacional y las taquerías rutilantes, dista menos de una hora del distrito de Tláhuac.
Resulta difícil pensar que aquí, hace apenas dos semanas, fuerzas de élite de la Armada cercaron y abatieron a un grupo de narcotraficantes. Y no a cualquier grupo, a la banda de Felipe de Jesús Pérez, alias El Ojos, una de las más poderosas de la ciudad, el cártel de Tláhuac.
Era la primera vez que un pelotón de marinos se enfrentaba a unos narcos en la Ciudad de México. Nunca antes se había requerido. O al menos nunca se supo. La ciudad se había encargado de sus propios problemas y los sucesivos jefes de Gobierno enarbolaban satisfechos una extraña bandera blanca: la Ciudad de México no está en guerra. Aquí no hay cárteles. Aquí, a diferencia de otros estados, no tenemos un problema de delincuencia organizada. Común sí, asaltos, robos a casas, narcomenudeo, sí, pero, ¿crimen organizado? No, de eso nada.
Luego llegó el operativo de la Armada, los bloqueos de los secuaces del grupo de narcos, la quema de camiones, imágenes nunca vistas en la capital.
Dicen los locales que en los días despejados -estos días, los de temporada de lluvias- se ven, al fondo de Tláhuac, los volcanes. El Iztaccíhuatl y el Popocatepetl, los dos hermanos. Y antes, aunque no se vea, se siente el fin de la ciudad.
Los vecinos del sur viven conscientes de la frontera entre la capital y los estados de México y Morelos. Al norte, el asfalto sigue por kilómetros, dificultado la sensación de cambio. Pero en el sur se siente. Y la diferencia no sólo atañe al predominio de la tierra, a la orografía, al número de árboles por metro cuadrado. También a lo que significa el más allá.
Las maestras Luna y Nadia viven en Tláhuac desde hace mucho tiempo. La primera lo que vivió Cristo, 33 años. La segunda algunos menos. Sus nombres son falsos porque es difícil que alguien hable en Tláhuac a cara descubierta. Más incluso después del operativo de la Armada. Las dos hablan con la incomodidad de los padres que asumen los actos de sus hijos descarriados. Y recuerdan cuándo las piezas dejaron de encajar.
– Fue hace tres o cuatro… – Sí, como cuatro años
Las dos coinciden. El recuerdo más lejano de un cambio de lógica. Hacía años que el distrito de Tláhuac, de clase media baja, había dejado de ser una gran pradera con casas, un enorme campo de cultivo con algunas viviendas. No, ya hacía tiempo que era un desordenado pegote de cemento con la ilusión del campo al fondo. Y sin embargo seguía siendo un pueblo. Con sus negocios, su ritmo, sus dinámicas. Así fue hasta que llegó el rumor.
“Fue”, dice la maestra Luna, “hace como tres o cuatro años. Recuerdo que fue un jueves por la tarde. Como a las 4 empezaron a gritar que ‘ya vienen’. Y la gente, como loca, empezó a cerrar sus negocios y a irse a la casa. ¡Que ya vienen!”
– Pero, ¿y quién venía?
“¡Esa era la cosa!”, dice, divertida, la maestra. “Nadie sabía. Venían que si a cobrar piso, que si a asaltar…” ¿Quiénes? Entonces nadie supo. “Aquel día tenían que venir a entregarnos unos melones y el señor, como habíamos cerrado la tienda, vino a la casa. ‘¿Y cómo está la calle?’ Le preguntamos. ‘Pues, ¿qué pasó o qué?’, decía él. No, pues que nos dijeron que ya venían”.
Nadia dice que entonces trabajaba fuera de Tláhuac y que su mamá la llamó. “¡Vente para la casa que ahí vienen!”, dice que dijo. Ella preguntó que quién viene, y aunque no le supo contestar, agarró un taxi y volvió.
Con el tiempo, ambas supieron que fue un rumor de que La Familia, un cártel de narcos que tenía presencia en el Estado de México y Morelos, iba a apoderarse de Tláhuac. Desde entonces vivieron como en El Desierto de los Tártaros, la novela de Dino Buzzati, esperando una guerra que no acababa de llegar. Hasta que lo hizo.