Terlenka
Les contaré, para modificar en algo el tono de esta columna, una breve historia cuya finalidad es explicarles por qué estoy muerto. Hace aproximadamente veinticinco años un joven amigo fue a visitarme al departamento en que vivía yo con una mujer sencilla, fiel y bella.
Fiel, a pesar de que trabajaba como aeromoza (qué gracia les hace a los españoles esta palabra, aeromoza; es como si los mexicanos escucharan a alguien referirse a las azafatas como aerocriadas). Cuando terminó su visita, mi amigo me pidió que lo acompañara a la gasolinera más cercana para llenar el tanque de su automóvil, un Citation —creo que tal era la marca— color miel. Mi departamento se encontraba a dos cuadras del metro Ermita, en la calle de Miramar. Una vez que el tanque estuvo lleno, el vehículo se negó a encender (¿Quién quiere caminar con la panza llena?) Mi amigo, también llamado Guillermo, como yo, me consoló y dijo: “Me sucede a menudo, sólo bastará empujarlo unos cuantos metros. Ayúdame y el motor estará de nuevo en marcha.” En seguida, Guillermo se acomodó en el asiento del conductor y yo puse las manos en la parte posterior del vehículo y comencé a empujar. En ese entonces era yo bastante fuerte, pues practicaba basquetbol y entrenaba cuatro horas todos los días, así que desde la gasolinera empujé el vehículo hasta Calzada de Tlalpan. Había yo apenas avanzado diez metros cuando a causa de una decisión milagrosa giré el cuerpo 180 grados pues creía que de esa forma mi esfuerzo tendría mayores efectos y comencé a empujar apoyando la cintura en la cajuela y buscando otro punto de apoyo. En ese momento, luego de cambiar de perfil, me di cuenta de que otro automóvil se aproximaba hacia nosotros a más de cien kilómetros por hora. Apenas tuve unos instantes para reaccionar y dar un salto hacia la banqueta y rodar hasta un muro. El estruendo de las máquinas al fundirse una con otra fue abrumador y mi azoro, después del accidente, fue tal que enmudecí durante varios minutos. Sentado en el piso y recargado en el muro observaba la escena. Si hubiera tardado uno o dos segundos más en girar mi cuerpo no me habría percatado de que aquel vehículo se aproximaba y habría quedado yo prensado en medio de un desastre de metales fundidos.
Estaría muerto. Bien muerto. Extremadamente bien muerto. Mi amigo, Guillermo, herido, salió del carro y pálido e incrédulo fue a buscar mis restos, mis huesos desquebrajados, el batidero de sangre, pero no encontró nada. Cuando levantó la vista me descubrió a unos metros de la masa metálica, absorto y ensimismado. El conductor y los pasajeros del otro vehículo estaban ebrios y ni siquiera advirtieron el Citation en su horizonte y mucho menos se percataron de que un hombre lo empujaba y hacía esfuerzos para ponerlo de nuevo en marcha. Lo que sucedió inmediatamente después del accidente no posee ningún interés para esta breve historia. Policías, ambulancia, ministerio público, testigos, etc… Cuando volví a mi departamento tomé un listón negro y confeccioné un moño que adosé a la puerta principal del departamento. Los vecinos, cuando reparaban en el adorno luctuoso tocaban a mi puerta para preguntar quién había muerto, y yo, parco como era entonces, les respondía: “Yo señor, el muerto soy yo. Gracias por su interés”, y volvía al interior de la casa, me recostaba y continuaba lívido y aún escéptico al hecho de haber sobrevivido. Dos días después. Mi novia, la aeromoza, llegó de Seattle, a donde había viajado por razones de su trabajo tres días antes, y cuando vio el listón negro en la puerta soltó la maleta, dio un grito y se precipitó dentro de casa en donde me encontró tendido en la cama, boca arriba, como si en verdad estuviera yo sumido en un mullido ataúd. Era evidente que si sólo ella y yo habitábamos en el departamento, el festón funerario en la puerta, indicaba que en caso de haber un cadáver este tendría que ser el mío. Al encontrarme sano y salvo, la aeromoza me abrazó, lloró y me preguntó acerca del listón negro en la puerta. Le narré la historia vivida dos días atrás y además añadí. “A partir de hoy puedes considerarme un muerto.” Después del suceso comencé a escribir mi primera novela y también confeccioné relatos y breves historias que destruía y tiraba a la basura apenas ponía el punto final. Después del accidente permanecí enclaustrado cerca de tres meses y mi novia llegó a preocuparse por el deterioro de mi estado mental. Desde entonces y algunas veces al año mis pesadillas me llevan de nuevo al momento de mi muerte y me veo cercenado, destripado, abatido por el impacto de aquellos dos vehículos. No es en vano que después del accidente y desde mi punto de vista todos mis actos carezcan de importancia y gravedad. Éstas son las palabras y los actos de un muerto. ¿No es algo evidente? En fin, hasta aquí mi historia.