De cultura y educación
Dentro de nuestras diferentes formas de expresarnos cotidianamente, existen algunas que, además de erróneas, demuestran nuestros prejuicios. Una de ellas, sin duda, es cuando hablamos sobre la cultura que tiene otra persona. Pensamos que, utilizando esa palabra, queremos hacer referencia a alguien que suele visitar museos, conciertos de música clásica, exposiciones artísticas de vanguardia. De hecho, en nuestra cabeza, este personaje «culto» que estoy describiendo suele estar vestido de forma elegante, sobria, con colores oscuros, hace comentarios inteligentes y ríe de forma discreta mientras sostiene en su mano una copa de vino. Vino caro, por supuesto.
Por el contrario, una persona inculta es, en nuestra cabeza, la que escucha música popular, que acude a eventos masificados o a espectáculos ruidosos, que come comida en puestos callejeros y que no sería capaz de decir el nombre de tres pintores famosos.
Sin embargo, amigo lector, tengo que remitirme a la RAE para romper con este mito: según este organismo, la cultura es el conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc. De hecho, si hacemos un pequeño esfuerzo, nos daremos cuenta de algunas situaciones en las que hacemos un buen uso de esta palabra, por ejemplo, cuando decimos «culturas mesoamericanas».
Es decir que, todas las características que he descrito previamente cuando me refería a una persona «inculta», en realidad forman parte de una cultura. Tal vez el problema radica en qué nombre darle, ya que la denominación «cultura mexicana» la tenemos ligada en nuestra mente a mariachis, ropa de charros y tequila. Podríamos denominarla «cultura mexicana del siglo XXI». Para aquellos que estén pensando ahora mismo que, al ser muestras populares, no les representan, les quiero recordar que el castellano, el italiano, el francés, el portugués y demás idiomas, surgieron como evolución del latín vulgar, es decir, el popular, el de la calle.
Sí, bueno, pero es que cuando nos referíamos inicialmente a las diferencias entre personas cultas e incultas, queríamos hacer referencia al nivel educativo, no cultural. Seguro que muchos están pensando esto mismo. Sin embargo, el nivel al que se haya conseguido llegar dentro de un esquema de educación no tiene nada que ver con los gustos y aficiones de las personas. Sin ir más lejos, mi mujer está estudiando un doctorado y le gusta mucho la música de banda, la lucha libre y comer en puestos callejeros. La educación interviene en los conocimientos adquiridos, o incluso en los hábitos que desarrollamos en nuestra vida cotidiana, pero en ningún momento tienen relación con el tipo de música que escuchamos o con cómo nos gusta vestir.
¿Por qué dedico una parte de mi columna, llamada «El Mercadólogo» para hablar sobre cultura y prejuicios? Muy sencillo: porque en el mundo de la comunicación se deben tener en cuenta los diferentes rasgos culturales que tiene el público objetivo para poder elaborar un plan de acción adecuado. No será lo mismo, o no debería serlo, una campaña referida a gente que vive en el ámbito rural al que vive en una ciudad, como también se tienen que tomar en cuenta los códigos de comunicación utilizados: palabras, frases, formas de interactuar. Cuanto más cercano resulte para el receptor del mensaje, mayor será la credibilidad obtenida.
Así, muchas campañas publicitarias consiguen ser exitosas en cuanto a sus objetivos planteados inicialmente, incorporando en su forma de comunicar ciertos rasgos culturales perfectamente reconocibles entre sus potenciales compradores. Encasillar la cultura a unas ciertas élites hace perder esta conexión con la realidad.