De séquitos y emperadores
Todos hemos escuchado o leído el cuento infantil «El traje nuevo del emperador» de Hans Cristian Andersen. Y todos nos hemos encontrado alguna vez en la misma situación que los cortesanos de dicho monarca. Aunque solemos catalogarnos como personas honestas, que siempre decimos la verdad, en muchas ocasiones preferimos ocultarla o maquillarla, bien sea para no hacer daño a la persona afectada, o para preservar nuestra propia imagen.
Sin embargo, cada vez que formamos parte de ese séquito de aduladores, hacemos un daño al emperador de turno, muchas veces irreparable. Esto aplica en todos los ámbitos: personal, laboral, empresarial, familiar. Es imposible modificar una conducta tóxica si no es identificada previamente, y en muchos casos es necesaria una visión externa para visibilizar dichas conductas.
No es plato de buen gusto que le señalen a uno sus errores, aunque es cierto que las formas de hacerlo ayudan a suavizar el impacto. Ser honesto no está reñido con ser educado y las formas que empleamos para decir las cosas demuestran nuestra empatía y nuestra educación. Más si hablamos de un tema que sabemos que es doloroso o sensible para nuestro interlocutor. Elegir bien las palabras a emplear puede resultar igual o más importante que el mensaje en sí.
A nadie le gusta que le digan que ha hecho algo mal. Desafortunadamente, es tan incómodo como necesario. No son pocos los clientes con los que he tratado en mi experiencia profesional que tienen algún competidor o alguna palabra prohibida de mencionar. Incluso algunas veces esta animadversión es pública. Pero es muy importante, para poder tener una visión global realista de las situaciones, encararlas siempre desde la verdad. Así, y solo así, estaremos en plena disposición de remediar los fallos cometidos previamente o de modificar acciones que nos alejan de nuestros objetivos.
Cuando estos errores son públicos, cuando el propio emperador o su séquito se dan cuenta de que el traje es invisible, lo peor que se puede hacer es ignorarlo. El resto de la gente lo nota. Aunque no estamos acostumbrados a hacerlo, ofrecer disculpas públicas por haber cometido un error, sin paliativos ni peros, puede resultar mucho más benéfico a la larga para la imagen pública.
Para ello, pediría a los departamentos de comunicación de las empresas o de personajes públicos que destierren de su repertorio la manida frase “si alguien se ha podido sentir ofendido”. Si alguien se ha sentido así es porque, de alguna forma que no nos hemos dado cuenta, les hemos generado esos sentimientos. Si queremos que la disculpa sea sincera, lo primero es intentar entender qué comportamiento o palabras han desencadenado las ofensas, para en un futuro no volver a hacerlo. Una disculpa sin la firme intención de no volver a cometer el acto ofensivo es como si no se hubiera hecho nada. Por el contrario, demostrar que se ha aprendido la lección, ayuda realmente a restaurar el daño ocasionado.
«— ¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño. (…)
— ¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.»