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El libro prohibido

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LA GENTE CUENTA

Roberto había salido de la escuela más temprano que de costumbre, esbozando una sonrisa excitada en su rostro. Incluso sus amigos se mostraron extrañados al ver que su compinche había pasado de largo, cuando normalmente solían acudir a las canchas detrás de la escuela a jugar futbol.
    -¿Y ‘ora, wey? Antes saludabas, cabrón.
    -Perdón, tengo que ir por un encargo –se alejó sin mirar atrás, y ni siquiera decir adiós.
    Tomó el primer transporte hacia el centro de la ciudad, se colocó en el lugar detrás del conductor -su lugar favorito-, se puso cómodo, sacó los auriculares de su bolsillo, los conectó a su celular, y comenzó a dejarse llevar por su repertorio. El día apenas iba a la mitad, y prometía mucho.
    Sus ojos claros denotaban cierta inocencia, miraba como el mundo se movía al revés desde su posición, divirtiéndose por un momento, ante la despreocupación de no ayudar a los pasajeros a pasar el costo de la tarifa. Sabía que era el mejor día de su vida.
    En cuanto el colectivo se detuvo en su destino final, Roberto caminó algunas cuadras hasta encontrarse con una especie de edificio de aspecto colonial, pero que después de algunos siglos de vida quedó reducido a una simple librería. Dio un paso adentro, y una pequeña alarma le daba la bienvenida.
    Con una mueca de incertidumbre buscó en los pasillos aquel libro que semanas atrás habría visto y sintió tanta curiosidad por leerlo que no le importó ahorrar varias semanas. Sabía que había valido la pena aquella espera, pero, ¿dónde estaba aquel ejemplar?
    De pronto sintió un sentimiento de desazón: ¿por qué precisamente ahora que el sol brillaba sobre un cielo azul clarito, cuando no había tanto tráfico en la ciudad, cuando ocultó a sus padres aquella salida clandestina, por qué ahora tenía que desaparecer?
    Un libro de tapas verdes y con letras sublimadas en color oro llamó la atención en el último de los pasillos, precisamente al final. Roberto sintió que finalmente su misión se había cumplido. Con discreción acudió a pagar su ejemplar, ante la mirada curiosa del cajero, y salió del local de vuelta a su transporte, esta vez camino a casa.
     Una vez en su cuarto, comenzó a explorar las páginas de aquel libro místico: figuras llenas de ilustraciones explícitas, provocativas, excitantes. Estaba tan ensimismado en su lectura que no notó que su madre miraba absorta desde la puerta.
    -¿Qué demonios es eso, Roberto?
    Aunque trató de cubrir con sus sábanas aquel libro, era evidente que las letras de oro se iluminaban por la luz del sol: Kamasutra. El pobre moría de vergüenza.