Opinión de David Alandete
Los ataques yihadistas se ceban sobre todo con el mundo musulmán, ahogando sus esperanzas
La irracionalidad del terrorismo la padecemos desde hace siglos, y no sólo por motivos religiosos, sino también políticos, ideológicos y nacionalistas. Esa ansia de muerte y sangre no nace de credos sino de ruinas: de estados machacados por guerras fratricidas, soviéticas o norteamericanas, en Estados a los que el colonialismo impidió progresar mientras devoraba sus recursos.
Sin duda el yihadismo puede apuntarse un tanto: sembrar el caos, hacer cundir el pánico, normalizar el estado de excepción. Celebrar la llegada del año nuevo ya no es lo mismo, debe hacerse, como anoche, en plazas rodeadas de bloques de hormigón, con el miedo colectivo a otro ataque con camión como los de Niza o Berlín.
Del mismo modo, volar no fue lo mismo después del 11-S, con Gobiernos acumulando capas de seguridad, pidiendo con razones de peso a pasajeros que renuncien cuando proceda a su intimidad. Pasear entre policías con chalecos antibalas y fusiles de asalto es ya normal en Madrid, Londres o Berlín.
Y a pesar del miedo e incomodidad que los yihadistas han traído a Occidente, nada puede compararse al terror permanente en el que han sumido al mundo islámico, su peor víctima.
No, Estambul no es una ciudad lejana en un país en manos de radicales donde el terrorismo se ve amparado por ciertos poderes fácticos. Los musulmanes no tienen otro concepto de la vida y la muerte, como algunos analistas se han aventurado a proclamar. Turquía es un país moderno, democrático, con fuerzas conservadoras y progresistas en colisión, antigua capital de un califato y un imperio y bajo la égida del islam, una religión que en su ortodoxia predica la paz y la tolerancia. Como dice el Corán, “no hay coacción en la religión”.
Con el ataque son 300 los muertos en un año en una nación de 74 millones, en muchos aspectos más cercana de Europa y los sueños y ambiciones de sus ciudadanos que, por ejemplo, Rusia. Es cierto que el partido que ahora gobierna intenta perpetuarse en el poder y adolece de tics autoritarios contra los medios de comunicación y la oposición. Y a pesar de ello, es un país donde el periodismo, el arte, la disidencia, la educación y el anhelo de progreso siguen luchando por abrirse paso aun en los momentos de mayor adversidad.