EL HONOR EN LA PALABRA

FAMILIA POLÍTICA

 “El prometer no empobrece,
el dar es lo que aniquila”.

Sentencia popular

Ganar la confianza de un pueblo puede costarle al líder muchos años de esfuerzo y de trabajo; perderla, sólo unos instantes

No todos los hombres de palabras somos hombres de palabra. Varones y mujeres, bajo ciertas circunstancias, caemos en la tentación de hablar más de la cuenta. Al influjo de las emociones, la lengua no obedece al cerebro, sino al hígado y otras vísceras: El amor, la política, el miedo, la ambición… suelen determinar, que un individuo exprese palabras sin reflexionar, o haga promesas que, sabe, nunca cumplirá.

Por tradición secular, los hombres en nuestro país, preponderantemente en el campo tenían un respeto casi religioso por la palabra de honor; actualmente pocos conservan y practican ese credo.  La firma, extensión impresa de la palabra y formal manifestación de voluntad, no se considera ya suficiente para suscribir pactos de caballeros.

En nombre de la palabra de honor, se han tejido innumerables historias de patriotismo, sacrificio, dignidad, amor, vida, muerte… En torno al deshonor en la palabra y aún en la firma, también.  En este contexto, séame permitido recrear libremente dos narraciones: La primera, un artículo reciente que se atribuye el Foro de Profesionales Latinoamericanos de Seguridad y la segunda, un pasaje del libro de Sandra Molina “101 Villanos en la Historia de México”.

Durante el sitio de Querétaro, cayó prisionero de los juaristas el General Severo del Castillo, Jefe del Estado Mayor del Emperador Maximiliano de Habsburgo.  Obviamente su condena fue comparecer ante el pelotón de fusilamiento. La noche anterior se encomendó su vigilancia al Coronel Carlos Fuero. Este pundonoroso militar, bajo el peso de su grave responsabilidad, se retiró a tomar un breve descanso. Dormía plácidamente, cuando su asistente lo despertó para transmitirle un mensaje urgente de su ilustre prisionero (quien fue amigo y compañero de armas de su padre). En sus últimos momentos pedía los buenos oficios de su custodio, para gestionar la presencia de un cura y de un notario; quería confesarse y redactar su testamento; esto es, ponerse en paz con Dios y legalizar la transmisión de su patrimonio.

-“No creo necesario que vengan esos señores”, dijo el Coronel: Usted acudirá ante ellos personalmente; yo me quedaré en su lugar hasta que regrese.  El condenado a muerte se quedó estupefacto; la muestra de confianza que le daba el joven militar, era extraordinaria. “¿Qué garantía tienes de que regresaré para enfrentarme al pelotón de fusilamiento?”, preguntó.  -Su palabra de honor, mi General, contestó el aludido.  – Ya la tienes dijo el prisionero, con un abrazo.

A la mañana siguiente, el Jefe del ejército liberal, General Sóstenes Rocha, llegó al cuartel y, previo informe se dirigió a la celda en donde debería estar el sentenciado. Grande fue su sorpresa al advertir la ausencia de éste; sólo encontró al responsable de su vigilancia, quien dormía tranquilamente.  -¿Por qué dejaste ir al General? Preguntó. -Ya volverá, y si no, me fusilas a mí… En ese preciso momento se escucharon pasos ¿Quién vive? Preguntó el centinela ¡México! Respondió una voz marcial: Como leal prisionero de guerra, volvía el General, Don Severo, para afrontar con dignidad su fusilamiento. Prefería la muerte, antes que faltar a su palabra de honor.

Según el autor, esta historia tuvo final feliz: El propio Sóstenes Rocha y Don Mariano Escobedo intercedieron ante el Benemérito de las Américas. Juárez, ante la magnanimidad de los dos militares los perdonó. Ambos eran hijos ilustres del Colegio Militar; conocían el valor de la palabra de honor.

El segundo relato es el reverso de la medalla; se dio, a principios de 1862, cuando España, Inglaterra y Francia enviaron a sus respectivos ejércitos para exigir del gobierno juarista el pago de una deuda. México firmó con los representantes de las tres naciones los “Tratados de la Soledad” en ellos reconoció sus compromisos internacionales. Los representantes de Inglaterra y España, satisfechos, se retiraron a Europa, no así el francés Dubois de Saligny quien hizo todo lo posible por desconocerlos. Extranjero indeseable, soberbio, cínico… sabía que Napoleón III ya preparaba  una invasión a México: “Mi firma vale tanto como el papel en que está escrita” dijo; ésa fue la señal para que las tropas galas iniciaran las hostilidades, que culminaron en El Cerro de las Campanas.

Los dos ejemplos anteriores, tienen por objeto revalorar la importancia de las palabras, como portadoras de todos los valores que debe tener aquél que las pronuncia. En toda batalla, amorosa, diplomática, política… El hombre de poder se obliga a ser cauto, moderado, austero en el decir.

En todos los regímenes democráticos, hay promesas que no se cumplen, aún después de que un candidato es ungido por el voto popular. Con el tema, se llenarían varios volúmenes. A pesar de todo, mientras no sea gobernante legal y legítimo, el incumplimiento no es tan grave. En campaña se pueden justificar las exageraciones y hasta las mentiras en aras de decir a la gente, lo que quiere escuchar, con la intención pragmática de lograr su voto.

En cambio, el pueblo de México considera que todas las palabras que pronuncia su Presidente legal y legítimamente investido, se consideran PALABRAS DE HONOR.

Ganar la confianza de un pueblo puede costarle al líder muchos años de esfuerzo y de trabajo; perderla, sólo unos instantes.

En el respeto a la palabra de honor, puede radicar su paso a la historia como héroe o como villano.

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