El Faro

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Órganos autónomos

Desde finales del siglo pasado en México se fueron ganando, por conveniencia o por convencimiento, espacios públicos que pudieran actuar en la realidad nacional de manera libre sobre el ejercicio del gobierno. Así fue que nacieron la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el Instituto Federal Electoral, después el Instituto Nacional de Acceso a la Información, Instituto Federal de Telecomunicaciones, Fiscalía General de la República, Auditoría Superior de la Federación…

Todos estos institutos tomaban una porción de acción que le correspondía al estado y se les otorgaba con la finalidad de que el ejercicio de esas funciones fuera igualitario en beneficio de la ciudadanía y libre de intereses particulares, tanto personales como de cualquier otro tipo.

En la actualidad, a raíz de los tiras y aflojas entre algunos de estos organismos y el poder ejecutivo, se está hablando por parte de no pocos analistas de la conveniencia o no de disolver estas instituciones en diferentes estructuras del gobierno federal, por ejemplo que la Secretaría de Gobernación asumiera las funciones del Instituto Nacional Electoral. El argumento público es ahorrar dinero, el auténtico motivo es no tener contrapesos en el ejercicio del poder.

Si hubiera algún lector de esta columna en Europa o en otro lugar democrático, se sorprendería de la historia que estamos contando. Este relato habla de que los gobiernos en turno no eran capaces de realizar adecuadamente sus funciones y había que asegurar con otras estructuras que se cumplieran. Es una confesión fáctica de incompetencia. Si las funciones que desempeñan estos organismos autónomos regresaran hoy en día a manos del poder federal y estatal volveríamos al punto de partida del siglo pasado. A estas alturas no existen las condiciones para suponer que el gobierno federal actual ofrezca más confianza que los de antaño. Tampoco lo podemos suponer de los gobiernos estatales. 

Y es que el poder político nunca ha permitido, en todos sus niveles, que estos órganos fueran realmente autónomos. Siempre fueron objetos de disputa, de repartición de puestos, de normas de control. Los políticos los consideran necesarios en la historia, los políticos se los disputan en la realidad y los políticos consideran actualmente que hay que desaparecerlos. Lo que habría que defender en buena lógica, es que los políticos sacaran las manos y sus intereses turbios de estos órganos, que los provean de normas claras y efectivas para que puedan realizar sus labores y que, por último, sobre los hechos y resultados fueran evaluados.Cuando en esta misma columna hemos denunciado que el poder político se siente centro y vértice del sistema es para poder entender en el caso presente que necesita abrir su monopolio de poder a la mano especializada de los ciudadanos sin controles ni temores políticos. En todos los ámbitos, municipales, estatales y federales, prácticamente sin excepción, estamos acostumbrados a conceder a los políticos un status que no merecen. En general, no tienen pudor en enriquecerse, se indignan con los rumores de sus opositores, excusan las acusaciones de sus partidarios y se concentran en sus pobres intereses en mitad de pandemia y pobreza general. ¿No sería mejor crear y fortalecer las estructura administrativas, legales y económicas que nos protegieran a todos y nos permitieran vivir en paz todos juntos, seamos políticos o no?

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