El Faro

Banalidad

En 1963 aparece un libro de la filósofa alemana Hannah Arendt titulado Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal. Adolf Eichmann era un antiguo oficial de las SS (Schutzstaffel) alemanas, que se ocupó de optimizar la logística para que el mayor número de prisioneros judíos llegaran a los campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial. Tras la conclusión de la guerra, huyó a Argentina en donde se ocultó hasta que en 1960 fue secuestrado por el Mosad y trasladado a Jerusalén para enjuiciarlo.

Hannah Arendt había tenido que salir rápidamente de Alemania en los años 30’s del siglo pasado, se instaló en Estados Unidos en donde vivió y murió. Como corresponsal de un diario estadounidense se le encomendó que fuera a cubrir el juicio por crímenes de lesa humanidad contra Eichmann.

Al mismo tiempo que Arendt seguía los testimonios del juicio en contra del criminal alemán, iba surgiendo en su cabeza la idea de que la situación que estaba viviendo era más compleja que la simple venganza o resarcimiento de un delito a los ojos de la ley. Comienza a fijarse en la argumentación y en la normalidad del personaje.

El mal se solía identificar con monstruos perversos capaces de realizar las peores tropelías a los más inocentes. Casi el imaginario colectivo les añadía cuernos y cola para asemejarlos con la representación del propio diablo. Lo que Arendt vio tras los cristales blindados de la sala de juicio fue a un hombre normal, sin mayor relevancia. No le pertenecía nada reseñable ni destacable. 

Los argumentos del militar nazi se basaban prácticamente en el pietista Emmanuel Kant. Solo cumplió su deber de alemán, de ciudadano y de servidor público. Él no puso nada de sí en la obediencia a las órdenes que recibió. Cumplió estrictamente lo que la ley proponía. Por lo tanto, según su argumentación, no merecía castigo alguno porque no era responsable de nada de lo que sucedió con los pasajeros de los trenes que llegaron a los campos de exterminio. Un argumento relativamente parecido utilizó Robert Oppenheimer cuando defendió que sus estudios científicos sobre energía atómica que culminaron en las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, no tenían responsabilidad ni relación con las víctimas.

El mal, efectivamente, no tiene rostro de demonio. Lo representan muchos tipos de caras que en la calle, caminando junto a los demás, se pierden en la normalidad. El mal en grado extremo puede residir en cualquiera. El mal no avisa, solo actúa y puede venir de cualquiera. También cualquiera puede ser el objeto de su acción. Nadie de nosotros está a salvo, por un lado, y todos estaríamos obligados a actuar mejor bien que no hacerlo mal.

Rostros normales, a los que muchas personas han seguido y aclamado, son protagonistas de acciones que intentan cobijar bajo palabras nobles como obligación, deber, responsabilidad y respeto a la ley. Carlos Salinas, Peña Nieto, García Luna, Lozoya, Cuauhtémoc Gutiérrez… terminan siendo rostros normales, que utilizan palabras de uso común y argumentos que adulan el oído. ¿Cuántas más personas normales, con palabras comunes y argumentos dulces al oído estaremos realizando el mal en México?