Camino de futuro
- Nos interesa, destacar los miles de mexicanos que son familiares de los desaparecidos y violentamente asesinados
“Pero si el temperamento ha sido desorganizado por un hogar en el que los padres son desdichados, si la cultura hace callar a las víctimas y les añade una agresión más, y si la sociedad abandona a las criaturas que considera que se han echado a perder, entonces los que han recibido un traumar conocerán un destino carente de esperanza”.
La periodista Laura Castellanos en su libro México armado (Era, 2007), hace un recorrido histórico por los más significativos eventos traumáticos que desde 1943 hasta 1981 vivió la sociedad mexicana. El arco temporal de su enfoque ayuda a reconocer una sociedad insatisfecha que se vuelca en diferentes movimientos armados que invariablemente concluyen con la desaparición por muerte violenta de sus principales protagonistas.
Esta tónica de insatisfacción, de rebelión armada y de represión mortal por parte del estado puede extenderse a todo el siglo XX y alcanzar hasta nuestros días presentes. Desde las históricas luchas yaquis hasta las últimas masacres gestionadas por el estado mexicano pasando por los terribles números de Tlatelolco y las personas violentamente desaparecidas, entre otros muchos eventos desgraciados, se van sumando desangrados cadáveres que en muchos de los casos no se han encontrado.
Mas no solo son las víctimas que ya no pueden hablar, que no tienen palabra, a quienes tenemos que recordar. Nos interesa, de igual manera, destacar los miles de mexicanos que son familiares de los desaparecidos y violentamente asesinados. El entorno de los muertos no recuperados ha ido madurando en el silencio de la falta de reconocimiento, un malestar histórico. La ausencia de sus seres queridos ha forjado un sentimiento de ira y rencor que poco a poco está pudriendo la convivencia pública.
El texto literal que encabeza este escrito es de Boris Cyrulnik (Los patitos feos. La resiliencia; una infancia infeliz no determina la vida, Gedisa, 2010, 28) y nos advierte del entorno en que estamos criando a nuestros niños y de los peligros que para ellos y para la sociedad se alargan hacia el futuro. Familias desorganizadas, víctimas de ausencia de reconocimiento, que no se consideran escuchadas y además se ven señaladas por la misma sociedad, conforman el entorno en que las nuevas generaciones están creciendo.
Nuestra inversión, mucho más importante que la económica, por supuesto, es en dolor para los más nuevos. Si no nos damos cuenta de la realidad que viven y les dedicamos todos juntos un abrazo de esperanza será sumamente difícil para ellos alcanzar resiliencia y por lo tanto, una maduración personal que les permita plantearse otras metas que las que el ninguneo estatal y social les ofrece actualmente.
Del reconocimiento de esta realidad y de la escucha de los testimonios de las víctimas, dependen en gran medida la posibilidad de un perdón y reconciliación nacional que sane desde lo más profundo el dolor acumulado a través de los lustros. Quien tenga oídos para oír, que oiga.