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“El espíritu del pollo”

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Carlos, Joaquín y Alan son jóvenes inquietos, que con escasamente 16 años de edad gozan de diseñar travesuras en su mayoría inocentes, pero que no dejan de ser irreverentes. Su encuentro fue circunstancial, pues el trío se encontraba en un internado militarizado, derivado de sus constantes actos de rebeldía.

Carlos descendía de una familia de campesinos, Pablo y María eran sus padres, y al ser el mayor de los tres hijos le correspondía contribuir en las labores diarias del campo; él vislumbraba un mundo de lujos o por lo menos de estabilidad económica, por eso la ira contra sus padres.

Por el contrario, Joaquín provenía de una familia acaudalada, se creía el amo y señor de todo cuanto le rodeaba, razón por la cual hacía pasar malos ratos a Luis y Sonia, sus padres, quienes regularmente tenían que salvarlo de caer en barandilla o indemnizar a terceras personas por sus atropellos.

En tanto Alan, hijo único de Mercedes, buscaba aliviar el dolor de no haber sido reconocido por su padre, por medio de drogas y la ausencia en casa.

Todas estas razones, confirmaron a sus padres el internarlos en una escuela militarizada para ayudarlos a cambiar su vida y su destino, convertirlos en personas decentes.

En el internado, las reglas eran estrictas, desde levantarse a las seis de la mañana, tender la cama, bañarse con agua fría, tener doblada la ropa y acomodadas sus pocas pertenencias, asistir puntualmente a clases y en el comedor comportarse adecuadamente.

Cada semana recibían la visita de familiares, aprovechaban para hacer un recuento de lo sucedido en la semana, y también recibían enseres o artículos indispensables para su estadía, y en algunas ocasiones comida, pues el principal reclamo eran las pequeñas raciones que servían en el comedor.

En una de esas visitas, a Joaquín le llevaron un pollo rostizado, el cual guardó en su locker  para comerlo por la noche, claro que a escondidas; después de ocultarlo se dirigió al salón de usos múltiples para su entrenamiento de artes marciales.

Carlos y Alan sabiendo de la ausencia, conociendo el escondite y con mucha hambre, sacaron el pollo y comenzaron a ingerirlo, su intención era comer sólo unas piezas pero en la desesperación acabaron con todo el pollo.

Al darse cuenta de lo que habían hecho y la cercana llegada de Joaquín, buscaron un carrete de hilo blanco, juntaron todos los huesos y comenzaron a armar el pollo, hasta quedar conformado su esqueleto, después lo colgaron en el locker y corrieron al comedor para la cena.

Media hora después, al llegar a la habitación, encontraron a Joaquín parado frente al esqueleto del pollo, en su rostro dibujaba enojo y ansiedad por saber lo que había ocurrido, Carlos y Alan simplemente se acostaron con una sonrisa burlona; en tanto al otro día por todos los pasillos el internado no se hablaba de otra cosa, que del espíritu del pollo que visitó a Joaquín.