FAMILIA POLÍTICA
Ni la Revolución, ni las instituciones, más de un siglo después, han logrado erradicar la nostalgia de buena parte de la población, sobre todo, en algunas ciudades levíticas en cuyo seno, encopetadas damas, aún recuerdan que alguna vez su bisabuela tuvo el privilegio de bailar con Limantour. Más aún, esa privilegiada casta, añora regresar al poder, aunque para ello tenga que aliarse con sus proletarios enemigos de clase.
“En teoría, todo el mundo comprende la necesidad del cambio,
pero en el nivel cotidiano, el ser humano es hijo de la costumbre.
Demasiada innovación resulta dramática y puede conducir a la rebelión”.
Robert Greene.
A principio del siglo XVI, el Rey Enrique VIII, de Inglaterra (famoso por sus seis matrimonios) decidió divorciarse de su esposa Catalina de Aragón, bajo el pretexto de que no le daba un heredero, aunque, en realidad, estaba enamorado de la joven y bella Ana Bolena. La oposición del Papa Clemente VII, hizo que, bajo la asesoría del célebre plebeyo Tomás Cromwell, el libidinoso monarca decidiera romper con la iglesia de Roma y conducir al Reino Unido por los avatares del protestantismo. Fue un cambio, largo, difícil, sin planeación… producto de las circunstancias; una buena parte de la población permanecía anclada en el pasado, buen tiempo vivió en la añoranza de los simbólicos rituales del catolicismo.
Mao Tse Tung logró una gran transformación en su país. Por un lado declaró a Confusio su enemigo ideológico, por conservador y arraigado en el alma del campesinado chino; sin embargo retomó la bandera de Chuko Liang (gran estratega del siglo III) y de Ch’in, quien quemó las obras de Confusio, al mismo tiempo que consolidó y completo la construcción de la gran muralla (su nombre inspiró el de China).
Rousseau, Voltaire, Montesquieu…, dieron con sus ideas un vuelco monumental a la historia universal. Cuando la guillotina cortó la cabeza del monarca Luis XVI y de su esposa María Antonieta (“si no tienen pan, que coman pasteles”) e invirtió el orden de la pirámide social, quitando de su vértice al Rey para poner al pueblo. Francia dio una lección al mundo, de lo difícil que es consolidar una organización estatal, sobre nuevas bases, después de una anarquía revolucionaria. La añoranza del pasado siempre sobrevive en la plebe, aunque ésta no se dé cuenta.
“¡Ay! que tiempos, Señor Don Simón” era el estribillo de la célebre copla que circulaba en los teatros de revista, durante la vigencia del porfiriato. Lo más rancio de la “aristocracia” que el viejo dictador engendró durante su prolongado mandato, se autoerigió celosa guardiana de las buenas costumbres, dentro de la familia y de la iglesia, al mismo tiempo que se escandalizaba con el advenimiento de los tiempos nuevos. Ni la Revolución, ni las instituciones, más de un siglo después, han logrado erradicar la nostalgia de buena parte de la población, sobre todo, en algunas ciudades levíticas en cuyo seno, encopetadas damas, aún recuerdan que alguna vez su bisabuela tuvo el privilegio de bailar con Limantour. Más aún, esa privilegiada casta, añora regresar al poder, aunque para ello tenga que aliarse con sus proletarios enemigos de clase.
Después de la etapa maderista, la Decena Trágica, el Constitucionalismo y la lucha de facciones, el surgimiento del PNR, en 1929, del PAN diez años después y de toda la vorágine partidogenética que recientemente vive México, todos hablan de cambio, pero, difícilmente alguno logra definir hacia dónde. El cambio está más en el discurso que en las ideas y aún más lejos de la realidad.
El hartazgo social es evidente: corrupción, impunidad, desempleo, difícil entorno internacional, pragmatismo y pérdida de identidad ideológica en los institutos políticos, creciente desconfianza en las instituciones… parecen ubicar a México ante el inmortal letrero que Dante leyó en las puertas del infierno: “¡Perded toda esperanza!”.
La alternancia en el poder, no fue lo exitosa que los demagogos esperaban; el primer Presidente de oposición, no se atrevió a cumplir su promesa de “sacar a patadas” a su antecesor en Los Pinos; más bien, lo hizo tendiendo un puente de plata, para su regreso, después de un segundo sexenio azul, más nefasto que el anterior. Hoy, aquel incumplido “pateador” se declara aliado de su, alguna vez, irreconciliable adversario. Así las cosas, una gran mayoría del pueblo, ya no cree en los partidos políticos, aunque tampoco en los llamados “candidatos independientes”, los cuales, en realidad son renegados que canalizan sus muy personales frustraciones.
El miedo a la confrontación está presente. Algunos optan (¿optamos?) por vivir en una zona de confort, sin compromisos, al margen de cualquier activismo. Otros, que hacen de la oposición su modus vivendi; recorren el país, un día proponiendo disparates y al siguiente tratando de corregirlos. Sin embargo, hasta estos demagogos profesionales, tienen miedo de hablar o lo hacen con temor; intuyen que por gracia de sus falacias, se sienten cerca del poder. Recordemos que un pueblo decepcionado, no sigue a nadie o… sigue a cualquiera.
En este momento pre-electoral, dentro de la vox pópuli, hay quienes visualizan un estallido social; la anarquía, el caos…
Otros creen que la solución es la reinstauración de la mano dura; la conculcación de los estorbosos “derechos humanos”.
Destacados politólogos, afirman que el orden anterior ya se agotó y que el nuevo no llega todavía. Por el momento, no hay solución. Solo nos resta administrar el desorden.
Enero, 2018.