
LAGUNA DE VOCES
Contar historias desafía al absurdo, recuerda el periodista Diego Enrique Osorno, en la cita que hace de Ryszard Kapuscinki.
Y en un país como el nuestro, que desde hace décadas vive sumido en el absurdo de los crímenes al por mayor, desapariciones, feminicidios, muertos por la pandemia, enfrentadas con estampitas o con base a las ocurrencias y una constante inclinación a pensar que, después de todo, ese absurdo es el que nos tocará padecer hasta que la eternidad tenga fin, la única y real alternativa para no vivir en ese letargo, es juntamente recuperar, una y otra vez, la vocación por contar lo que vemos, lo que escuchamos, lo que vivimos.
Una y otra vez será necesario insistir en que las calles tapizadas de difuntos no son algo normal, tampoco los noticiarios de televisión con imágenes de una guerra que sí es guerra, aunque lo intenten negar. No es normal, de ninguna manera lo es, transitar por cualquier calle de cualquier ciudad, y rezar para que no vayamos a tener la mala suerte de toparnos con una camioneta Lobo de vidrios polarizados, con un sujeto al volante que lleva prisa y también tiene prisa por demostrar al que lo vea feo, quién es el emisario de la muerte.
No es normal que en todos los lugares a los que antes temíamos sólo por la brutal cruda que nos dejarían, hoy nos digan en voz baja sus propietarios, que mejor cierran temprano porque, “para qué arriesgarse a que lleguen los malos y empiece un martirio”. No es normal, nunca lo será, que cada vez menos quieran contar su propia historia para que la contemos, porque hay miedo en cada rincón del país, porque hoy por hoy los que en la primaria, en la secundaria te pegaban en la nuca, te pateaban, te agarraban por el cuello y preguntaban, “¿no te pasó?”, son los que te pegan en la nuca, te patean, te agarran por el cuello y hacen la misma pregunta, con el mismo silencio miedoso por respuesta.
No es normal sentir con absoluto certeza que la vida es tan quebradiza en estos tiempos, que debemos apurar lo poco o mucho que nos queda, y empecemos a vivir, sin el dinero que ganan ellos, a toda prisa como los que argumentan que en su “oficio” se vive poco, y por lo tanto hay que gozarla. La diferencia es que de pronto todos estamos contagiados en existir sin pensar, porque sin deberla ni tenerla, ya estamos en sus mismas circunstancias.
Por eso hace falta contar las historias de cada una de las personas que conocemos, y no porque hayan padecido el dolor del crimen, de la muerte o por las negligencias de un sistema inútil. No, simplemente porque aún se sorprenden de que el mal pareciera haberse enseñoreado del territorio nacional, y a pesar de ello conservar en los elementos básicos como sus padres, sus abuelos le enseñaron a vivir, la base de la razón lógica de la existencia humana.
Hoy como nunca nos hacen falta esos personajes, por una simple pero vital razón: un día cualquiera dieron con la clave para entender la vida. Y en ese instante descubrieron que la tarea vital es justamente sostener la memoria, el hálito fundamental que nutre las razones para amar la vida.
Esa es la clave fundamental del sonido que hace al ser humano caminar: contar lo que se ve, lo que se escucha, lo que se oye. Contar porque en ello reside el camino que conduce a no dar por normal el absurdo. Porque la muerte se convierte en un absurdo cuando se usa a la menor provocación; cuando su consecuencia, que son los cadáveres, dejan de tener es elemento básico del respeto a un cuerpo inerme al dolor humano que representan. Cuando deja de ser absurdo todo lo que hemos tenido que tomar como “normal” en los últimos tiempos del país.
Y aunque hoy mismo el absurdo se haya apoderado del territorio mexicano, no es, no puede ser nunca una normalidad.
Mil gracias, hasta mañana.
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