Dos parábolas

FAMILIA POLÍTICA

“La libertad no es un don que se recibe,
ni un derecho que se conquista.
La libertad es un estado natural del espíritu”.
Ermilo Abreu Gómez.

    1.    El Tigre del Sultán.


Sócrates, al igual que El Rabí de Galilea, jamás escribió una línea. Al primero lo conocemos por la pluma de Platón, quien hizo a su Maestro, protagonista de sus inmortales Diálogos. Jesús de Nazareth se dirigía a su inculta masa de seguidores, con una serie de metáforas que, en Literatura, se denominan Parábolas. El diccionario de la RAE, en su primera acepción, define: “Narración de un suceso fingido del que se deduce, por comparación o semejanza, una verdad importante o una enseñanza moral”.  
En este orden de ideas, un amigo muy querido me compartió la siguiente alegoría, atribuyéndola al mismísimo Mesías del cristianismo: cierto sultán, cuya voluntad estaba más allá de la ley porque provenía del todopoderoso Alá, tenía tanto dominio que podía cumplir hasta el más insignificante de sus caprichos: un numeroso harem, compuesto por las más bellas esclavas del mundo conocido; cuadras enormes de finos caballos; rebaños de elefantes y camellos; ejército feroz dispuesto a complacer con absoluta lealtad, el mínimo capricho del soberano…
Una de esas excentricidades se manifestaba en el cariño inmenso por un cachorro de tigre que un Maharajá de la India le regaló. Es bien sabido que los tigres, desde pequeños, por su propia naturaleza “hasta cuando acarician, rasguñan”. Rodeado de todo tipo de atenciones, el pequeño felino era dictador instintivo en su espacio artificial; todo lo tenía a su alcance, estaba consentido y mimado por el monarca, quien se daba tiempo para jugar con él, a pesar de sus toscos, aunque cariñosos zarpazos; es lógico que más de una cabeza cayó por no afanarse lo suficiente en el bienestar del consentido de palacio. Con el tiempo el retoño se convirtió en un bello ejemplar adulto; aún bajo esas condiciones, el cariño de su amo, junto con la potestad que eso significaba, no disminuyó, todo lo obtenía sin el menor esfuerzo.
Como el poder de ningún hombre, por omnipotente que se sienta, alcanza para comprar la inmortalidad, un día el sultán murió. Los personajes de su círculo más cercano, temerosos de las intrigas que en palacio pudieran favorecer a los enemigos de su amo, analizaron, tal vez de buena fe, la situación de la fiera que había sido dueña de los afectos del gran Señor. Como en toda crisis, quienes se sentían agraviados vieron la oportunidad de cobrar venganza y condenar al cautivo predador, a la muerte o al destierro. Múltiples voces se escucharon, finalmente, por acuerdo del Consejo de Ministros, se concedió al procesado el valor supremo de la libertad. Así, lo devolvieron al hábitat natural de su especie.
El poderoso ejemplar que en los aposentos reales paseaba su majestuosa figura, al encontrarse en la jungla, ante la necesidad de procurarse hasta su más elemental sustento, a pesar de su naturaleza, de su instinto innato de cazador, no sobrevivió: famélico, abandonado, enfermo… murió en la más triste condición. Fue un ser que por tenerlo todo desde pequeño, no aprendió a valerse por sí mismo y pereció cuando faltó la generosa mano que lo alimentaba a pesar de sus rasguños y que nunca valoró ni tuvo para ella un dejo de gratitud.
La parábola del tigre puede tener muchas enseñanzas: una de ellas aplicable al sultán que, como padre generoso, dio a su creatura tal exceso de amor y sobreprotección, que no le permitió desarrollar las potencialidades con que natura lo dotó para su sobrevivencia. La otra moraleja corresponde al tirano que hasta cuando daba alguna manifestación de afecto, hería a su amo con sus garras de fiera, aún de manera involuntaria. Cuando creció y se convirtió en adulto, tuvo que abandonar la holgada irresponsabilidad de saberse seguro y protegido.  
No siempre se puede vivir sin pensar en el mañana, sin prever una posible vida de penurias y fatalidad. Es cierto, los animales carecen de visión de largo plazo, pero los seres humanos la tienen, aunque ciertos individuos se solazan en vivir como el tigre de la parábola: caminan rumbo a un futuro para el cual jamás se prepararon. La libertad no siempre es una bendición.

    2.    El Esclavo de Aspasia


La figura de Aspasia de Mileto (siglo V a.C.) históricamente es inseparable de la de Pericles, el célebre gobernante griego. Con la rígida formación que las hetairas recibían en escuelas especializadas, para agradar a los hombres con refinamientos y sofisticadas conductas. No se puede borrar de su biografía la imagen de cortesana, aunque Pericles la introdujo en su aristocrática sociedad, con jerarquía de esposa: inteligente, bella, culta, es hasta la fecha, un símbolo del feminismo. Su conducta de libertad extrema la hacía desafiar las más altas convencionalidades y estigmas que su tiempo le imponía, solo por ser mujer. Con admiración o burla, según el caso, su nombre aparece en las obras de filósofos como Platón o comediantes como Aristófanes quien, con sarcasmo, decía que ella era la verdadera autora de los discursos de su poderoso compañero.

La señora Taylor Caldwell, en su biografía novelada Gloria y Esplendor, relata el siguiente pasaje, el cual, en lo sustancial, cito de memoria: Un esclavo que gozaba de todas las preferencias, un día fue visto por su ama, en actitud de profunda melancolía. La bella y poderosa mujer lo interrogó repetidamente:
-¿Qué te pasa?
-Estoy triste, ama.
-¿Alguien te trató mal?
-No, Señora.
-¿Te dan suficiente comida?
-Claro que sí.
-¿Tus aposentos son cómodos?  
-Los mejores.
-¿Tienes tiempo libre para disfrutarlo como tú quieras?
-Sí, Su Excelencia…
-Entonces ¿Qué te falta?
-¡Libertad!
Ante tal respuesta, Aspasia dispuso lo siguiente: “Ya que tú lo quieres así, daré instrucciones para que recojas tus pertenencias, junto con tu Carta de Libertad y abandones este palacio. A partir de ahora vivirás en algún lugar que puedas pagar, comerás lo que esté al alcance de tu economía, vestirás la ropa que exija tu dignidad de hombre libre, siempre y cuando tu dinero sea suficiente para ello… ¿Quieres libertad? ¡Aquí la tienes!
Ante las expectativas de la enorme responsabilidad que implica ser libre y que, en su romántica y desinformada condición, no tenía cabida, el esclavo reflexionó mirándose a sí mismo desprotegido y a merced de las condiciones a que lo obligaría su nueva calidad de liberto… Entonces, cayó de hinojos y suplicó: “¡No Mi Señora, no me haga Usted eso;,No me deje sin su amparo; perdóneme, al pedir mi libertad, no sabía lo que tenía que dar a cambio”!
Ante la ignorancia del esclavo, Aspasia lo perdonó, no sin antes decirle que no hay libertad absoluta; siempre estará limitada por la responsabilidad que de ella se desprende.
De estas parábolas, padres y gobernantes podemos obtener valiosas conclusiones.

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