Terlenka
¿A usted le gusta discutir? A mí no; y ello a pesar de que considero que todas mis causas son
justas. Discuto por cortesía. Prefiero que el otro me imponga sus argumentos y su desdicha. ¡Ah, desgraciado todo aquel que crea que su argumento es irrebatible! En fin, al menos obtendrá de mi abulia un poco de felicidad y saldrá de nuestra discusión con la frente arriba y pensando: “He puesto en su lugar a este payaso engreído.” Hace apenas treinta días me hicieron una entrevista para cierta Universidad de USA. Todo marchó bien; la entrevistadora resultó ser una mujer gentil y conocedora de los temas que deseaba tratar. Para mi sorpresa yo me encontraba bastante hablador y solté la lengua como no recuerdo haberlo hecho antes. Y no me arrepentí, cosa extraña, como suele suceder conmigo.
Ella permitió que me ahorcara con mi propia lengua y, después de tres horas, cuando la conversación se extinguió y mi efímera huésped se marchó del departamento me fui a la cama y dormí durante muchas horas seguidas. Como si las palabras fueran las responsables de mi insomnio y una vez expulsadas de mi mente su ausencia permitiera el arribo del sueño deseado. Lo más amable de aquella entrevista fue que no hubo discusión alguna. Me refiero a que no me vi obligado a defender ningún ideal o certeza con voz firme e importada. Y si lo hice no me di cuenta, ni me causó pesar.
Recuerdo aquel pasaje en París era una fiesta en el que Hemingway discutía con Gertrude Stein —durante los años veinte— y ésta lo increpaba por comportarse como un ingenuo y creer que alguien podría pervertirlo. “¿Quién corrompe a un joven como usted, que bebe alcohol, con una botella de Marsala?” Para Stein la generación del joven escritor estadounidense estaba plagada de ignorancia, vicios y enfermedades (ello a pesar de que el Marsala apenas si tiene un poco más de alcohol que el tinto); y la vieja escritora sospechaba que a él, en especial, le gustaba vivir entre delincuentes y pervertidos. La discusión se encuentra en el libro citado, el cual todos ustedes han leído al menos una vez. No me cabe duda de que lo han hecho. He escuchado a personas muy respetables afirmar que han visto veinte veces una película, pero nunca afirmar algo parecido acerca de un libro. ¿Quién lee un libro más de dos o tres veces? Casi nadie. El cine es para holgazanes y adictos a la masturbación, diría seguramente Stein. Alguna vez, hace cuarenta años, el inglés Martin Amis le hizo una entrevista a Roman Polanski. Como toda entrevista que realizaba Amis ésta trataba más sobre él y sus opiniones que acerca del entrevistado. Y sucedía que Amis detestaba el hecho de que el director de cine estuviera involucrado en un asunto de pedofilia y en ese momento se hallara en problemas con la justicia de Estados Unidos. No se puede entrevistar a alguien a quien se reprueba de tal manera. Tal hecho es también un asalto y un crimen. Tiene que existir una mínima simpatía por el entrevistado —aun oculta— porque de lo contrario comienza la discusión o la descalificación de facto. Tal simpatía no es aprobación irreflexiva ni ausencia de honradez, sino ganas de sentarse a la mesa. Stein, aunque sólo conversaban, acusaba a Hemingway de beber demasiado. ¿Cómo es posible? Quienes desprecian el alcohol son por lo general seres antipáticos, pésimos amantes y su prudencia parece más bien amargura enmascarada y una impostura del bien encarnado. Están echados a perder. Otro puritano, aunque magnífico crítico literario, Edmund Wilson, desaprobaba las correrías de Henry Miller, y un marzo de 1939 publicó una crítica de la que yo ahora destaco este párrafo: “El tema de Trópico de cáncer, es sobre las vidas de un grupo de norteamericanos que han venido a París más o menos con la intención de dedicarse a la literatura, pero que en realidad han cedido fácilmente a una existencia que sólo se muestra interesada en el licor y la fornicación, amenizada ocasionalmente con la lectura de un libro o la visita de una exposición, existencia para la que obtienen recursos a través de ocupaciones tales como servir de alcahuetes a los viajeros, haciendo de gigolos de viejas damas ricas y prestándose unos a otros.” Carajo: la envidia me parte en dos. Y ahora que los escritores están acabados y a nadie le importa lo que opinan o vociferan —incluso los premios literarios antes importantes pasan hoy en día como una noticia secundaria: hoy son los ladridos los que mueven el alma de nosotros las marionetas— es buen momento para disfrutar la marginalidad y el silencio. Incluso hay que beber más, como nunca, como estanques anémicos de licor, como vejigas muertas que reviven apenas las toca una gota de etanol y se ponen a bailar y a gritar desaforadamente. Y quizás entonces uno esté preparado para llevar a cabo la única discusión que es en realidad gratificante y provechosa: la que uno lleva a cabo consigo mismo para poner un poco de orden en sus ideas.