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¿Dios de nuestro lado?

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La frase que da el título a este texto se le atribuye a Abraham LIncoln. Durante la Guerra Civil, previo a una batalla decisiva, uno de sus generales se le acercó y le dijo: “No se preocupe, señor presidente. Hoy saldremos victoriosos, porque Dios está de nuestro lado.” Lincoln, cuenta la leyenda, le respondió: “Lo que me preocupa más bien es saber si nosotros estamos del lado de Dios”.

A lo largo de la historia, distintas civilizaciones y culturas han buscado apropiarse del manto de la divinidad para justificar lo mismo sus proyectos expansionistas que su llegada al y permanencia en el poder. Desde los orígenes de la humanidad ha existido siempre quien ha sabido manipularla para presentarse como un emisario, mensajero, o elegido de los dioses.
En un libro fantástico, Fields of Blood, Karen Armstrong nos da un paseo por la historia para ver cómo distintos regímenes, desde los más antiguos, han sabido utilizar la religión y combinarla con la violencia institucional para afianzar su dominio y control de la población primero, y encaminarlos a la guerra después. Lo mismo imperios expansionistas que aquellos que solo buscaban defender sus fronteras, o los que hacían del saqueo de los vecinos una herramienta del crecimiento económico, utilizaban la religión para justificar ya fuera su permanencia en palacio (en el caso de las monarquías hereditarias, por ejemplo) o sus proyectos de nación.
Llegó, bendita ella, la Revolución Francesa, y de la mano la idea de la separación de la Iglesia y el Estado, y más allá de los excesos jacobinos el concepto se fue arraigando. Sin contar a los extremos del nazismo o del comunismo (a los que solo comparo en su aversión y rechazo de la religión, y en nada más) Europa y el resto del mundo occidental fueron encontrando por distintas vías la manera de hacer coexistir, cada cual en su esfera, al poder terrenal, es decir el político, y al espiritual, el de la o las iglesias.
El reciente surgimiento del así llamado Estado Islámico, que ha puesto de cabeza a Occidente y en llamas a Medio Oriente, ha revivido el debate acerca del lugar que deben ocupar en el mundo contemporáneo la religión, la política y la violencia. Si bien no está superado el abuso de la terminología religiosa para legitimar lo mismo causas militares que políticas, los niveles de barbarie mostrados por los más radicales de los radicales obliga a repensar y reconsiderar los riesgos de asumir que Dios está, o no, del lado de uno.
Leo hoy domingo dos buenos textos en el New York Times. El primero, de Susan Jacoby, habla de “las primeras víctimas de la primera Cruzada”, que no fueron musulmanes ocupando Jerusalén (cuya liberación era el supuesto propósito de las Cruzadas) sino judíos en la muy germana ciudad de Trier. La analogía que logra Jacoby entre el salvajismo y maniqueísmo de la Iglesia Católica de ese entonces y el Estado Islámico de hoy lo pone a uno a reflexionar, o al menos debería.
El segundo, de Frank Bruni, se refiere al uso excesivo de la oración (y de la figura de Dios) en el discurso político estadounidense. Bruni da varios acertados ejemplos de figuras públicas que han querido convertir leyes o derechos fundamentales en un mandato de “su” religión.
Es muy fácil convencerse de que uno está cumpliendo con la voluntad de su propio Dios, y no tiene nada de malo que la espiritualidad y la religión gobiernen nuestras vidas. Pero en el momento en que los políticos se adueñan de ese discurso lo convierten en una más de sus herramientas demagógicas, lo devalúan, lo desacreditan. Y desde esa supuesta superioridad moral pretenden dictar normas morales y conductas a los demás.
Quien coloca a “su” religión y a “su” Dios por encima de otras creencias es un dictador en potencia, un intolerante, un discriminador que no está ni puede estar del lado de Dios.
Y Dios, el que sea, nunca estará del lado de gente como esa.
Twitter: @gabrielguerrac
www.gabrielguerracastellanos.com