Home Nuestra Palabra Prisciliano Gutiérrez DÍA NACIONAL DE LA ORATORIA.

DÍA NACIONAL DE LA ORATORIA.

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“La mejor preparación del discurso

es conocer bien la materia”.

Azorín.

 

(APUNTES PARA UN DISCURSO).

 

¿Cómo ha de ser el discurso? ¿Qué circunstancias y calidades han de concurrir en la oración?… Se ha clamado y se clama mucho contra la retórica. Pero ¿Podría hablarse bellamente sin ella? No. Se protesta contra las viejas metáforas; contra lo superfluo; contra lo profuso; contra el fárrago inútil. Las figuras del pensamiento son necesarias en el lenguaje. Exquisito regalo haría un orador a sus oyentes si les donara un joyel de metáforas nuevas.

 

Dentro del grupo de escritores, poetas y pensadores españoles de la llamada Generación del 98, destaca la figura de José Martínez Ruiz (autor, en lo sustancial, del párrafo anterior) mejor conocido como Azorín, al lado de figurones como Pío Baroja, Miguel de Unamuno, Antonio Machado y otros.

 

Hablar de la Generación del 98 es hablar de inteligencia, elocuencia, integridad y congruencia. Hablar de Azorín es hablar de un maestro en el arte de aconsejar para la práctica política y del buen decir en la materia.

 

Debo confesar que recientemente me reencontré con su pequeña obra El Político, sus recomendaciones y preceptos, muchos de los cuales siguen vivos aún en nuestros tiempos.

 

Así, al tomar la palabra en esta celebración, que mucho me honra, agradezco e invoco al espíritu de nuestro idioma que encarnó en los miembros de ese grupo, del cual formó parte Don Miguel de Unamuno; aquél que afirmaba contundente “¡Dios habla Español!”.

 

Además de un lenguaje, que no por su exactitud, racionalidad y estructura coherente, debe perder sus valores estéticos, independientemente de la rama de la oratoria de que se trate (jurídica, religiosa, política, científica, poética…) la duración del discurso es importante. Azorín aconsejaba: “El orador ha de ser breve. Dicho así, esto no significa nada. Lo que ha de ser es preciso y concreto. Se puede ser largo y preciso. Se puede ser breve y difuso. Que un discurso sea breve o prolongado, depende de la misma materia. Hay una medida en las cosas que el artista debe encontrar. Esto no se aprende; es obra del instinto, de la inspiración; de esa misteriosa ponderación espiritual que engendra la armonía.

 

Entiendo que lo que Azorín quiso decir es: “El orador debe dejar de hablar un minuto antes de que su público deje de escuchar”.

 

Un discurso, sigue diciendo Azorín, es una obra escénica completa. El orador tiene a la vez, algo de autor dramático y de actor. Concurren al éxito de su pieza oratoria mil diversas circunstancias: ante todo, su propia autoridad moral y su prestigio; después el momento en que habla, la ansiedad, las expectativas que despierta; lo que se espera de él; de lo que dirá. También cuenta el peligro de no ser dueño de sí mismo; de no acertar a dominarse por completo (cualquiera que sea su experiencia) de no medir las consecuencias que sus palabras puedan tener.

 

Un orador joven (quede claro, lo dice Azorín, no yo) es difícil que obtenga éxito completo, integro; no pueden darse en él todas las circunstancias que esto exige. El éxito completo el arte maravilloso y total de la elocuencia, sólo puede lograrlo un hombre de experiencia, de edad, encanecido en los asuntos de la vida. Aquí tendremos la aureola que le rodea y que se ha ido formando con los años; luego su posición social y política; haber estado al frente de los gobiernos, haber sido dueño del poder. ¡Difiero! Lo bueno nace bueno. El tiempo sólo lo hace mejor antes de matarlo.

 

El orador, de cualquier edad, sabrá realzar las circunstancias; hacer transiciones de lo irónico a lo patético; reposar y reír de cuando en cuando con una actitud de supuesto cansancio y una eterna sonrisa de indulgencia. Ha de tener sentido del humor y sentido del amor.

 

Si logra esto, si tiene este arte, no será necesario que diga cosas sublimes, que use grandes palabras; él verá y hará que su público lo advierta y disfrute. ¡Qué maravilloso valor tienen las medias tintas, los justos medios, los claroscuros! Cómo una palabra opaca adquiere luminosidad impensada; de qué manera una insinuación imperceptible es aprehendida colectivamente y cómo se mete en los corazones.

 

En toda expresión artística existen radicales diferencias entre los clásicos y los románticos.

 

Los románticos (generalmente jóvenes) corren libremente, desenfrenados. Los clásicos (casi siempre maduros) se refrenan y encausan en las normas. Los románticos son fuerza entregada a sí misma, avasalladora, tumultuosa. Los clásicos, energía que se domina, que aprovecha las trabas y obstáculos de los preceptos. Los clásicos no necesitan para nada la libertad que reclaman los románticos; no necesitan romper cauces ni moldes; se mueven y evolucionan con facilidad y elegancia en las estrechas reglas en que un espíritu pequeño se agobiaría. En términos poéticos, el clásico sería un soneto; el romántico, un torrente de versos impetuosos, sin rima ni medida. Los dos pueden ser bellos, en su estilo.

 

Dentro de la oratoria los jóvenes suelen adoptar el espíritu romántico que tiende a desbordarse pero que se contiene por los diques de la preparación académica. Viven la universalidad en un mundo global, que se nutre, hasta el exceso, de información en la tecnología, la cibernética y las redes sociales. Estas nuevas generaciones obligan a los clásicos a compartir su espacio y su tiempo bajo la célebre consigna que nació en El Renacimiento: “Renovarse o morir”.

 

¡Cuántos jóvenes románticos desdeñan el valor de la experiencia! ¡Cuántos otros la valoran, aunque saben que vivir es la única forma de llegar a ella! ¡Cuántos adultos en plenitud añoran los años juveniles, mientras ante el espejo miran sus arrugas y peinan las canas que les dejó la experiencia! Algunos con amarga nostalgia, otros con orgullo; alguien más con arrepentimiento por lo que hizo o por lo que dejó de hacer. Hay quien pretende evadirse por la puerta falsa de las pinturas y las cirugías… Los convencidos, los clásicos, no permitiremos jamás la profanación de un bisturí ni la frivolidad de un tinte en intento vano por retener lo que es efímero por naturaleza. Los que con Pablo Neruda decimos ante el mundo: “Confieso que he vivido”.

 

La vida es camino, no destino. Carece de un sentido fatal, predeterminado por alguna fuerza sobrenatural o misteriosa. Todo ser humano imprime al vivir su propia esencia.

 

También, dentro del arte que aquí nos congrega, cada uno impone a su actitud y a su voz su propio estilo.

 

Porque el estilo es el hombre y el hombre es su palabra.