
LAGUNA DE VOCES
Debe ser posible que el cambio de frío a calor nos lleve a vivir en otro tiempo. Así que aquel hombre, sin aviso de por medio, desapareció ante nuestros ojos, despreocupado, ajeno a que provocaría un espanto, no poder explicar nada desde entonces a un grupo de adolescentes que se toparon con él al salir de la secundaria. Es cierto, para qué inventar cosas a estas alturas de la vida, cuando lo más seguro es que sea uno el que se esfume sin aviso de por medio.
Pero de lo que hablo es de otro asunto, diferente, totalmente ajeno al proceso de la vida y la muerte. Se había borrado a la vista de todos, luego de asegurar que con el clima caluroso tenía la obligación de volver a una playa donde fue feliz, donde deseaba volver a ser feliz, porque la desgracia de la existencia humana es que el pasado se queda justo allá, en el pasado, donde quiera que eso sea.
Y así, casi con el sonido del tumbo de las olas, de esa brisa que embruja a quien sea que ponga atención a la maravilla del mar, a tomar al pie de la letra las instrucciones para enamorarse, justamente, del clima, del calor tan respetuoso de quien apenas empieza a desentumecerse, luego de un invierno que no termina aún, pero que dejó tapizado de tristeza el escenario en que se creyó feliz hasta la eternidad.
Así que, pese a la falta de playa, del aire con olor a sal, aquel hombre transformó una tarde que simplemente parecía plena de bochorno, de vocación por respirar no el aire helado, no la navaja que en la madrugada apretujaba los pulmones, sino el trópico entero delicado que recordaba en un instante que respirar es asunto de disfrutar, de quererse de nuevo en la vida.
De ese entonces, solo queda como testigo El Gordo Piña, que así se apellidaba y así se apodaba, otro flaco y de nariz afilada, desde esa ocasión no se supo nada de él, y estoy seguro que nadie lo había desaparecido, porque eran épocas en que todavía no aparecían los prestidigitadores de la muerte. Simplemente un día después, invocó la oración de que deseaba ir al mar, y se fue.
En cierto sentido, todos deseamos vivir cerca del mar, acabar con la preocupación que nos acarrea el convertirnos en adultos y luego en adultos más adultos. Primero el Jesús en la boca porque no hay dinero para mantener a la familia, después el miedo de que, sin desearlo, nos esfumemos.
Llega pues el tiempo de invocar de nuevo a ese hombre desconocido, pero poseedor del rito esencial para aparecer en una playa, respirar el aire delicado del trópico, abrir las manos, los ojos, los brazos mismos, y abrazar el mar, la mar, hasta saberse, finalmente, en un lugar donde nada pasa, solo la vida ligera, a gusto.
Mil gracias, hasta mañana.
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@JavierEPeralta