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Derechos no merecidos

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Terlenka    

Tengo la impresión de que mi conocimiento sobre las cosas, hechos, personas que me han acompañado a lo largo de la vida, es fracturado y ambiguo.

No alcanzo a comprender el por qué de ciertas conductas, razonamientos y sucesos, de modo que adjudico mi desconcierto a una personal debilidad a la hora de enfrentarme al mundo en el que vivo y del que me considero parte y continuación. Quizás la preocupación que me causan las injusticias sea porque poseo la noción de que no estoy desligado de nada que sea yo capaz de pensar o experimentar vía cualquiera de mis sentidos. Esto sea dicho de forma elemental y anacrónica. No me avergüenza preguntar y pedir explicaciones al respecto de lo que no sé y por suerte ninguna respuesta me deja satisfecho del todo. La cuestión es que he vivido una vida a medias cuyo horizonte se dispersa y difumina en cuanto creo avanzar. Carezco de reconocimientos académicos que valgan como pruebas de un avanzar en cierta dirección, y desde hace aproximadamente tres años y dos meses doy vueltas alrededor de un punto que no logro ubicar. Sí, he publicado libros de ficción los cuales me resultan extraños en cuanto no muestran ninguna clase de progreso confiable y son como las huellas de varios animales que pelean entre sí rabiosamente por una misma presa.
Hace dos semanas murió el filósofo Hilary Putnam (1926-2016) a unos meses de cumplir noventa años. Por mera casualidad acababa yo de leer una cátedra que él dictó hacia 1986 acerca de la relación entre la Revolución Francesa, la ética universal y el relativismo. Como no soy un experto en casi nada, excepto en lamentarme íntimamente — y a veces en público— de haber llegado a esta edad desprovisto de buen humor y sabiduría, leo los libros de los filósofos como Putnam desde una distancia placentera, aunque, por ende, no profesional. En la cátedra transcrita Putnam dice: “Algunas personas son moralmente inmerecedoras de derechos que no estaría bien retirarles. Moralmente hablando, determinados derechos tendrían que ganarse.” Es verdad que en la sociedad moderna viven un número considerable de personas que tendrían que ganarse sus derechos pues hacen uso y gozan de justificaciones y razones morales universales que los respaldan para hacer el mal. Incluso voy más lejos: creo que hay personas que no merecerían vivir porque su presencia causa muerte, destrucción y daños a la sociedad en que viven: son indeseables. Apenas hace unos días los actos terroristas en Bélgica vuelven a dar noticia de la estupidez humana. Los autores no son motivados por una sobredosis de fe, ni siquiera por una interpretación parcial del Corán, simplemente son una enfermedad y un brote esquizofrénico que se extiende sin dirección precisa. Ni siquiera podría denominarse al terrorismo una estrategia de la venganza: es más bien odio acendrado y manipulación subjetiva y disparatada de una “idea” o noción de justicia. En El discurso del odio, André Glucksmann (1937-2015) se refería a los terroristas como “irresponsables, miserables víctimas de una ausencia de referencias.” Como los autores y cómplices de los crímenes en Iguala, Tlatlaya, y de las decapitaciones, crímenes, secuestros, torturas que abundan en nuestro país, se trata de seres que moralmente no son merecedores de derechos.
¿Cómo les hemos permitido vivir en paz?
¿Cómo hemos permitido que se paseen por allí libremente?
Ya en 1986 Hilary Putnam afirmaba: “Por otro lado, la absoluta libertad de la empresa económica, de la que Estados Unidos y el Reino Unido se vanaglorian en nuestros días, ha conducido ha desigualdades masivas, entre las que cabe contar la desigualdad entre quienes tienen patrimonio y los sin techo.” Y no me equivoco: sé que Putnam era optimista y se hallaba interesado más por la teoría ética que por la condición de las sociedades contemporáneas, y se preguntaba si es posible que la ética se planteara y divulgara como un conjunto de valores universales que procuraran derechos a las personas, aunque ellas no se los merecieran. Se oponía al relativismo como doctrina filosófica y aunque respetaba a Santayana y a Nietzsche, por ejemplo, sugería leer a este último como un compendio de aforismos sorprendentes de los cuales se podría extraer un saber positivo. Yo, que de filosofía profesional sé poco, tiendo a creer en el relativismo, no como una doctrina filosófica, sino como una sencilla herramienta que le sirve a la duda y que intenta ponernos a resguardo de totalitarismos, locuras absolutas y tiranías conceptuales impropias de una época que se considera a sí misma civilizada, aunque algunos la definamos más bien como una sofisticada barbarie tecnológica. En fin, me despido ahora y vuelvo a la lectura, al precipicio lúdico y a la construcción de preguntas dirigidas a los que saben.
        
COMO NO SOY UN EXPERTO EN CASI NADA, EXCEPTO EN LAMENTARME ÍNTIMAMENTE — Y A VECES EN PÚBLICO— DE HABER LLEGADO A ESTA EDAD DESPROVISTO DE BUEN HUMOR Y SABIDURÍA, LEO LOS LIBROS DE LOS FILÓSOFOS COMO PUTNAM DESDE UNA DISTANCIA PLACENTERA, AUNQUE, POR ENDE, NO PROFESIONAL