LAGUNA DE VOCES
Desconozco desde cuándo la ciudad se llenó de tanta tierra, que tomó camino a los artefactos más sensibles de la casa: las computadoras, las nuevas bocinas que hablan, los decodificadores de quién sabe cuántos canales inútiles, y por supuesto los teléfonos celulares que, por cierto, fueron los primeros en presentar síntomas graves de incapacidad para hacer frente a la endemoniada ola de polvo y sol.
Los automóviles eléctricos, también los híbridos, dejaron a cientos de personas abandonadas en las carreteras, que después fueron rematadas por los grupos delincuenciales que, de buenas a primeras, decidieron agregar a sus fechorías los asesinatos mediante una táctica efectiva pero cruel como ninguna: abandonar sin agua y sin zapatos a sus presas, siempre en medio de la nada y a las 9:00 de la mañana.
Pocos sobrevivieron a este acto criminal y sanguinario, y solo pudieron contar que el infierno se había apoderado de todos los alrededores de la ciudad capital, y que más valía morir, pero nunca permitir el secuestro, porque estos dementes gozaban con el sufrimiento ajeno.
Sin embargo, la tierra fue, poco a poco, el problema más grande, porque paró en seco toda la actividad que normalmente realizaba la gente para ganarse el sustento, no aburrirse, hacer que no se aburriera, o también esconderse de cualquier tipo de responsabilidad.
Porque se trataba de un polvo tan fino como el pinole, y por lo tanto capaz de llevar a la muerte a quien lo respirara, primero con un acceso de tos hueca, como tambor de hojalata, que lastimaba hasta a quien simplemente lo oía. Pero lo más grave fue cuando obstaculizó el paso, incluso, del oxígeno vía intubación.
Era una condena a muerte, que ni la pandemia del Covid-19. Porque simplemente cerraba todo el conducto para respirar, y convertía en una especie de tubo con lodo duro como el cemento, al aparato que se utilizaba para intubar. Pobres de aquellos que aceptaron esa posibilidad para sobrevivir, porque ni sobrevivían, pero además obligaban a sus parientes, ser testigos mudos, pero dolientes, de cómo sacaban esa manguera con todo y pulmones, que se atoraban en la garganta del infeliz difunto.
Algo sucedía con la simple tierra, que se convertía en ese pinole cada vez más oscuro, imposible de volver a ser blando.
Sin duda se trataba de sol, de los incautos que salían al mediodía y de repente ardían como antorchas, sin que nadie pudiera apagarlos. Quedaban cenizas del hombre gordo que, apena unas horas antes, se burlaba de los que se guardaban de los rayos solares como si fuera asunto de que los pudiera convertir en vampiros.
Fuimos eso, asesinos de semejantes, capaces de beber su sangre, hasta que el cielo quedó a oscuras, y uno de tantos decretos presidenciales, ordenó impedir que habitante alguno de estos lares, pudiera salir hacia otro Estado, bajo el entendido de que sería asesinado con todo lo que se tuviera a la mano.
Lo demás de la historia, ustedes lo conocen: del calor pasamos a la oscuridad espacial, es decir absoluta, que apenas si permitía la entrada y salida de la luz. Un día todo quedó en penumbras, y con todo y que el calor seguía, intuíamos, vaya que sí sabíamos, que la era del ser humano… llegaba a su fin.
Mil gracias, hasta mañana.
Mi Correo: jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
Mi Twitter: @JavierEPeralta