Ya no somos lo que fuimos
A fuerza de repetirse con insolencia que abruma, la muerte se ha instalado en nuestros lares de tal manera que ya hasta parece invitada especial. Hasta hoy más de siete mil defunciones por el coronavirus y contando, aunque el subsecretario López-Gatell hubiera pronosticado que al llegar a los seis mil la curva ahora sí iniciaría su descenso, no tiene la culpa porque no se puede predecir en este nuevo mundo de las pandemias.
Para mucha gente aún dentro de su imaginario, esta enfermedad ni existe porque al no saber de algún enfermo de primera mano, todo resulta muy sospechoso y bien puede ser una maniobra del cochino gobierno, o una invención del demente Trump que es malo como el veneno.
Para otros existe, pero la muerte ocurre porque no usan los tratamientos ya probados por médicos cubanos o peruanos, que aseguran que los italianos descubrieron la esencia de la enfermedad al realizar cientos de autopsias, cosas que los chinos no hicieron y que basta con dar antiinflamatorios y asunto resuelto; es más, con una aspirina todo quedaría en santa paz. En fin, voces que se escurren en forma maléfico por nuestra patria, entre miles de whatsapps que aseguran todo fue un plan de Lucifer creado desde el poder de los empresarios conservadores y neoliberales, que lo que quieren es vender la vacuna que ya guardan con sigilo.
La realidad que vemos todos los días, y no precisamente los discursos ya sosos del subsecretario o del presidente, que con ansias inauditas esgrimen luces ya del final del túnel, y planean con ensoñación estrategias para la nueva normalidad, es que los números fríos de defunciones presentados, que no son las reales y que deberíamos imaginar tres veces más para acercarnos a una verdad. El virus mata gente y se ensaña con los viejos, el virus sí existe y se multiplica con facilidad en lugares de grandes conglomerados de personas; el virus sí aniquila con un dejo de maldad, que ahora no permite que los deudos despidan a sus muertos.
Ya no es posible ser como éramos antes, que podíamos llorar a nuestros idos, abrazarnos y rezar, llevar el mariachi o la tambora, ahora en las mejores condiciones entregan los cadáveres sellados listos para el entierro; la cremación -lo más recomendado- ya casi no es posible.
La muerte camina colocándose a los pies de los enfermos, y como dice el cuento de Macario de Bruno Traven nos hará señas si ya es la hora de la partida.
La pesadilla como en los peores momentos tiene que pasar, y ya desde ahora debemos pensar en los caminos que debemos recorrer. La historia de las pandemias ha mostrado un camino difícil cuando se marchan, porque el miedo se cincela en las almas que solo las semanas y los días lo va borrando. Debemos ir diseñando una forma nueva de enfrentar la vida y reconociendo que la vida es maravillosa y que los pequeños detalles son enormes cuando vamos cuesta arriba.
Una enfermera sobreviviente del virus afirmó: “ahora me doy cuenta de que las cosas más valiosas no cuestan, no requieren dinero: sonreír y respirar”.
Es cierto ya no somos los que fuimos, pero sí estoy seguro de que lo que vendrá será mejor, porque hoy debemos atrapar un nuevo inicio, un borrón y cuenta nueva donde predomine el deseo vehemente de hacer mejor las cosas.
Ojalá que nuestros dirigentes de la Cuarta Transformación piensen en esta nueva vereda que la vida les da, que sepan que antes de la cuarta debemos empezar con la primera, y esta se sustenta en ser excelentes estadistas porque piensan en la próxima generación, y no en las elecciones del año próximo; porque debe quedarles claro que la prueba de fuego es la que están cruzando, donde vemos que sus palabras los rebasan y campea por todos lados la improvisación y la justificación; sepan que de acuerdo a un informe reciente de INEGI la corrupción subió el 7.5% el año pasado, y eso que estamos con la bandera total de la luchar contra ella.
Recuerda: todo pasa, todo pasa.