El Mercadólogo
Cuando era pequeño, un día, mientras daba un paseo con mis papás por el centro histórico de Querétaro, me contaron que, mucho tiempo atrás, en la plaza principal, los domingos solía darse una especie de «rito tradicional», del que participaban todos los jóvenes solteros. Las mujeres se ponían formando un círculo alrededor del quiosco de la plaza, mientras los hombres hacían otro círculo más grande, rodeándolas. Ellas comenzaban a caminar en un sentido, y ellos caminaban en sentido contrario. Si, durante ese paseo, la mirada de uno y otra se cruzaba un par de veces, significaba que existía algún interés romántico. La recién formada pareja, al tercer contacto visual, salía de los círculos y se sentaba en un banco de la plaza a hablar. Así comenzaban los noviazgos.
Estoy seguro de que este ritual no era exclusivo de tierras queretanas, como también puedo asegurar que, para la mayoría de mis lectores, puede resultarles, cuanto menos, curioso. Es difícil imaginarse siendo partícipes de dicha tradición. Aunque, pensándolo bien, nosotros también hemos realizado otras tradiciones similares. A más de uno le sonará aquello de salir a un bar con amigos, cruzar miradas con alguien, acercarse y comenzar a hablar. El procedimiento no cambia mucho, aunque sí el lugar y el contexto.
Existían algunos escollos para conseguir contactar con la persona que te interesaba: el siguiente paso después del acercamiento en el lugar de ocio nocturno era conseguir su número telefónico. Al día siguiente, cuando llamabas, podías encontrarte con que, misteriosamente, habían cambiado un número, y terminabas llamando a otra casa. O, peor aún, que el número fuera correcto, y te enfrentaras a la voz escrutadora de los padres.
Sin embargo, a algunos nos tocó tener que actualizarnos en la manera de entablar este tipo de relaciones. De repente, era más importante tener «agregada» en tus contactos de Messenger a la persona que te interesaba que tener su número de teléfono. Ya no era necesario pasar ese filtro inicial de las voces paternas, pero sí tenían que autorizarte a ser parte de su lista de amistades. Cómo olvidar esos incómodos «zumbidos», destinados a llamar la atención de la otra persona.
De ahí, saltamos a las redes sociales, donde teníamos (y tenemos) la oportunidad de «investigar» un poco más acerca de la persona en cuestión. Así, una primera atracción física podía transformase en desinterés, después de ver las publicaciones compartidas. En un momento de esta retrospección, surgieron las aplicaciones específicas para «ligar», donde, con solo una fotografía y una breve descripción, tenemos que decidir si lo que vemos nos «interesa». Si existe una aprobación mutua, o como lo llaman los jóvenes, un match, se puede establecer contacto.
Toda esta reflexión viene a raíz de un estudio realizado por la consultora The Competitive Intelligence Unit, cuyas conclusiones dicen que cuatro de cada 10 mexicanos usuarios de internet han utilizado alguna aplicación de ligue. También dicen que Instagram es el medio más usado para la creación de estas nuevas parejas, con el 50.9% de respuestas, seguido de WhatsApp.
Recuerdo perfectamente, hace unos años, una conversación con una amiga que acababa de terminar con su pareja y tenía miedo de recurrir a este tipo de contactos por internet. La conclusión a la que llegamos es que las redes sociales se habían convertido en los «nuevos bares»: lugares donde poder tener contacto con otras personas, conocerlas, y, si se daba el caso, llegar a tener una relación estable.
Como en la mayoría de los ámbitos, los tiempos cambian, la tecnología se va instaurando, aunque la esencia de ciertos rituales sigue manteniéndose. Pero ahora, en lugar de caminar en uno u otro sentido, movemos el dedo hacia uno u otro lado.