Darle vueltas a la tierra

Darle vueltas a la tierra

Laguna de Voces

Empezó a caer la noche antes de las seis de la tarde, algo típico de estas fechas, pero el hombre se miró las manos, alzó la vista al planeta Marte que no deja de cruzarse en el camino de la luna; intentó con un además absurdo arreglarse el cabello enmarañado, apretó los pocos dientes que le quedaban en la boca y después, en un acto de magia sin igual, se elevó por los aires para desaparecer entre nubes de un tono rojizo, similar al del ladrillo con el que antes se construían la mayor parte de las casas. Volaba ante nuestros ojos, revoloteaba igual que un ave y se reía a carcajadas, al tiempo que gritaba: “de ustedes, nada necesito, ni ahora ni después, ¡ni nunca!”.

Los que fuimos testigos acordamos nunca contarlo a nadie, porque no faltaría quien achacara el hecho al consumo exagerado de bebidas, o de plano seríamos condenados a ser presos del adjetivo de la locura, algo que en definitiva complica exageradamente llevar una vida simple, si se quiere rutinaria, pero alejada de miradas condenatorias, comentarios hirientes.

Así que dejamos ese capítulo tan singular en un rincón de la memoria, donde nunca hubiera necesidad alguna de hacer una parada, y comprobamos que la prisa de estos años, la lucha diaria por la sobrevivencia, nos ayudaba como pocas cosas a creer que todo estaba olvidado.

La primera en hablar en el grupo de whats que habíamos hecho con el ridículo nombre de “Vigías del cielo”, algo que solo se le hubiera ocurrido a Maussan, fue Raquel, que escribió simple y llanamente: “regresó, es posible que mañana también yo pueda volar y no vuelvan a saber de mí”.

Raquel, una compañera de la universidad con ojos grandes grandes, en un rostro delgado como si fuera vela que se derritiera, intuimos que iba a ser la primera por ser tan menudita, y además que para esos momentos el resto de los participantes en eso de los mensajes mochos y con poco sentido, estaban tan espantados que prefirieron responder con un muñequito llorón a manera de despedida.

Efectivamente, nunca volvimos a saber de ella, como no sea que tuvo la ocurrencia de dejar en la ventana de cada uno de nosotros, todos habitantes de departamentos baratos en condominios que eran cuartos de azotea, un mensaje en esos post it que traen pegamento con la leyenda: “nos veremos en las estrellas”.

Lo mismo pasó con Sebastián, a quien le siguió Cristina, después Gerardo, Daniela y Román.

“Te encargamos que cuentes la historia, a lo mejor alguien corre con nuestra suerte y puede volar”, me pedían, sabedores de que iba a ser el último por una razón que supe hasta después.

Por eso, cuando el hombre de cabellos enmarañados me pidió que brincara para nunca más volver a tocar tierra, lo hice con un gusto enorme. La verdad siempre rogué por ser el primero en irme, pero eso había llegado a oídos de quien decide en estos asuntos, y por eso me dejaron hasta el final.

Sí, por supuesto que valió la pena tanta espera, que no es lo mismo mirar el mundo desde la diminuta altura de edificio o montaña alguna, que hacerlo cerca de las estrellas, a unos cuantos kilómetros de la luna.

No sé si ustedes acostumbran mirar de noche el cielo y sorprenderse con luces que ni aviones son, pero tampoco ovnis, ni faros, ni nada. Según me cuentan, cada día son más las personas que se aventuraron al vuelo y gustan pasar años enteros dándole vueltas a la tierra, con una linterna que se apaga y prende, para evitar choques con otros que llaman ángeles.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta

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