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Dale, dale, dale…

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PEDAZOS DE VIDA

Entre lo más vistoso que hay en las posadas, están las piñatas. Esas estrellas que con el tiempo se han transformado en cientos de diseños y personajes, sin que se pierda por completo la tradición de romperlas y que de ellas caigan los dulces. Sí, porque ahora nadie quiere piñatas rellenas de fruta, aquellos tiempos en los que las piñatas se hacían con olla de barro ya pasaron y con ellos se fueron las cañas, tejocotes, naranjas, cacahuates y demás…

En aquellos tiempos, esos que ya pasaron y que dudo mucho que vuelvan, las calles se adornaban con tendidos de alambre en los que se sujetaban globos y heno traído del cerro, se cargaban a los peregrinos, María y José (y no faltaba quién preguntara por el Niño Dios, cuando la ausencia de este es la causa de la posada), se ofrecía ponche y tamales, algunas vecinas sacaban “chanwis” y no podían faltar los aguinaldos.

En las posadas pasaba de todo, lo más chusco eran los palazos que hacían sonar los cráneos de aquellos que se atravesaban al momento de romper las piñatas y todo por sacar un cono de cartulina que antes había sido uno de los picos de la estrella vestida de colores, tundían los palos y la gente gritaba, pero luego al ver que no había pasado de un chichón, o un descalabro, reían sin parar.

Las posadas más graciosas eran aquellas en las que los vecinos prestaban su equipo de sonido para hacer la convivencia en grande, entonces el bailongo se ponía bueno, y se prolongaba hasta las tres de la mañana, no podían faltar las piezas clásicas, salsas, cumbias y hasta la “música moderna” que tanto nos hacía bailar.

Una vez a doña Inés se le metió el diablo, luego de que el perro, ante el susto de los tronidos de los “cuetes”, se le escapara y se fuera a meter debajo de los peregrinos, ella agarró una piedra (pero piedra de aquellas) y con la firmeza de pegarle al perro, que la avienta y que descalabra al pobre Arturito que estaba ayudando a cargar a los peregrinos, y ahí va a quedarse sin cabeza el pobre San José al estrellarse contra el piso.

¡Ay!, qué tiempos aquellos, de nada más acordarme, el olor al ponche que hacía la abuela me llega hasta lo más profundo del corazón. Esas eran posadas, y hoy son de los más gratos recuerdos que podemos almacenar en la memoria, con sus risas, con los gritos, los cantos, los olores y sobre todo la convivencia con los vecinos.