Mochilazo en el tiempo
La vida capitalina cambió radicalmente a finales del siglo XIX, en diciembre de 1881 los focos eléctricos poco a poco reemplazaron la iluminación de velas, aceite y gas en la capital. Así fue que las actividades del día a día dejaron de estar sujetas a la luz natural.
Si bien ahora parece imposible imaginar la ciudad sin alumbrado artificial y su falta podría causar desesperación, pasaron décadas para lograr mecanismos que hicieran habitables las calles en la noche.
Los primeros intentos de alumbrado público fueron con el uso de: velas, aceite, resinas, gas o petróleo, se pusieron farolas que proporcionaban algo de luz en la oscuridad de las calles, dando una mirada diferente a los transeúntes”, aunque fuera una luz muy tenue había la certeza de tener calles seguras ante la delincuencia y para ver por dónde se caminaba, señala Alejandra Contreras Padilla, doctora en arquitectura.
Cuando se iba la luz natural se vivía en penumbra y con la llegada del alumbrado público la capital se disfrutó de forma distinta.
Antes la noche era sinónimo de inseguridad, inmoralidad y perdición —aunque el problema de seguridad trascendió siglos. La doctora Contreras logró rastrear, a través de una crónica de Jesús Galindo y Villa, una fecha importante:
“El Conde de Revillagigedo inauguró el 4 de abril de 1790 los mil 128 faroles de vidrio con lámparas de hoja de lata, con la mecha alimentada por el aceite de nabo, sostenidas por unas lámparas llamadas `pies de gallo´; alumbrado que se reforzó 60 años después, hasta 1849 con las 450 lámparas de trementina, las cuales daban luz limpia, más blanca y más intensa a las calles de la ciudad, y que fueron aumentadas a mil en 1855”.
Sin embargo, según el cronista, el primer gran cambio en iluminación destacó por su cantidad alrededor de 1857, cuando Ignacio Comonfort promovió el alumbrado público: mil 500 faroles con mecheros de gas en las calles de Plateros y San Francisco.
El cronista Héctor de Mauleón escribió que, antes del alumbrado, en la ciudad había un toque de queda entre las ocho y las diez de la noche, así todas las familias estaban resguardadas de los peligros de las tinieblas.
Esta norma duró más de dos siglos, pero todo cambió para 1790 con la llegada del segundo conde de Revillagigedo quien mandó a colocar farolas en diversas calles de la capital y creó al cuerpo de “serenos”, personajes que alumbraban y cuidaban las calles en la obscuridad.
Mauleón narra que sobre República de Uruguay hay una placa con la siguiente leyenda: “Esta fue la primera calle de la ciudad que tuvo alumbrado público, 1783”. En el México virreinal en esta vía habitaba la clase alta capitalina y no resultó extraño que fuese la primera en cubrir los costos de una iluminación artificial.
En 1869 se implementó el gas en el alumbrado, un progreso tecnológico para la época. Pronto sustituido por el arco voltaico. “En 1881 la Compañía de Knight puso al servicio 40 lámparas sistema Brush”, luego el Ayuntamiento, a través del regidor del alumbrado, convocó a un concurso para proponer un nuevo alumbrado en la ciudad, explica Galindo.
En diciembre de 1881 la compañía suministradora de gas para alumbrado colocó 40 focos eléctricos que reemplazaron al aceite y al gas.
Fue así como la vida nocturna cambió para toda la familia: restaurantes, cafés, cines, teatros y otros sitios ampliaron sus horarios y los parques o plazas públicas también. Desde inicios del siglo XX el alumbrado artificial se hizo parte de la vida cotidiana de los capitalinos.