Home Nuestra Palabra Prisciliano Gutiérrez Crónica de una tragedia anunciada

Crónica de una tragedia anunciada

0

FAMILIA POLÍTICA

    •    “Cuando el instinto domina, 

no valen las normas de ética”.
PGH.

La Literatura y la vida misma están llenas de historias en las cuales, el instinto de los animales y de los seres humanos (que también comparten esa naturaleza), puede ajustarse a las exigencias éticas de una sociedad que las impone por la fuerza. Así, por ejemplo, en Los Motivos del Lobo, Rubén Darío plasma la parábola de un feroz carnicero que somete con terror a todo un pueblo, por su instintiva actividad asesina.
San Francisco de Asís, acude a ver a la fiera y la convence de abandonar sus costumbres e ir a la ciudad, en donde la gente se encargaría de alimentarla, con la condición de no cometer más agresiones en su contra. El lobo de Gubbio, tocado por la piadosa mano del humilde “Hermano Francisco”, dominó su naturaleza y vivió entre los humanos como un tierno y juguetón cachorro; obviamente, sólo por un tiempo…
Un día, Francisco tuvo que ausentarse y a su regreso preguntó por el depredador, convertido en dócil y colectiva mascota. Su sorpresa fue grande: el animal ya no estaba en la aldea, había reanudado su cadena de fechorías; nuevamente andaba por la intrincada sierra causando estragos en los rebaños y en las vidas de los pastores.
El humilde santo de Asís, quiso saber por la propia voz de su protegido, cuáles eran los motivos de tan terrible ruptura. Al llegar a la guarida, el lobo le advirtió: “Hermano Francisco, no te acerques mucho”. Después le explicó que antes de que él se fuera, era manso y amable, pero al verlo así la gente comenzó a abusar, a maltratarlo, a humillarlo, a golpearlo, a condenarlo a morir de hambre… Entonces, el instinto del depredador superó a su condición de artificial domesticidad; el asesino resurgió no por maldad, sino porque esa era su naturaleza; la dominó un tiempo para someterse a las normas de los hombres: “Hermano Francisco, vete a tu convento; es cierto soy malo, más siempre mejor que esa mala gente”.
Todo lo anterior viene a colación porque considero verdaderamente preocupante lo que ocurre cuando la turba maltrata y humilla a los miembros de nuestras fuerzas armadas. Soldados, marinos, policías y similares. Las tropas, a su instinto natural, suman años de profesionalización para formarles un temperamento y un carácter para enfrentarse a situaciones de violencia delincuencial e inclusive, de guerra.
Un soldado es bélico por excelencia; las instituciones lo modelan para defender los supremos valores, patrios y humanos. Si bien es cierto que la disciplina modera su conducta y la condiciona para no ir más allá de lo que las órdenes superiores dictan, no se debe olvidar que es un ser humano y, por lo tanto, animal. Es razón, pero también instinto; manda en él la disciplina, pero también el impulso visceral que, como en el lobo de Asís, puede despertar en cualquier momento ante una humillación, un maltrato o un riesgo para su propia supervivencia.
La vida me dio oportunidad de tratar muy de cerca a militares y policías con todos los grados habidos y por haber. Aprendí a conocerlos y a respetarlos; también a entender lo peligroso que puede ser el autocontrol más allá de la disciplina. Sé que hay militares cuyo pundonor se ve severamente lesionado por un escupitajo, por una ofensa verbal o un golpe, más aún, cuando saben que están cumpliendo con su deber.
Francamente no me explico cómo es que aún no sucede una tragedia que traiga como saldo varios muertos a manos de un solo policía, militar o marino que, en un momento determinado se sienta obligado por su sentido de dignidad; su instinto de sobrevivencia; su respeto a sí mismo y a la institución a la que sirve. No quiero ni pensar lo que sucedería, si alguno de ellos no aguanta las vejaciones y, sin importar las consecuencias, se defiende con el arma que trae en el cinto y está adiestrado para usar por profesión, pero también por hombría.
En su momento, mucho se cuestionó la llamada “masacre de Aguas Blancas”. En la sierra del estado de Guerrero, un grupo de policías locales patrullaba por las intrincadas veredas. Los antecedentes de violencia en esos estrechos caminos, estaban a la orden del día; es lógico que los humildes uniformados, casi analfabetos, sabían que, en cada metro de avance, su vida pendía de un hilo.
Me pregunto: ¿Qué de raro tiene que cuando alguien de muy escasa instrucción escucha disparos y ve caer a sus compañeros, responda de manera instintiva disparando a ciegas, hacia el lugar de donde partió la agresión? Es cierto, hubo decenas de campesinos muertos y también decenas de guardias culpables ante la opinión pública nacional, internacional y ante las diferentes Comisiones de Derechos Humanos. A riesgo de pasar por insensible o justificador de la violencia lesiva de los derechos fundamentales de los campesinos masacrados; digo: El miedo colectivo se transmite de manera visceral.
En un grupo, basta con que un solo individuo perciba algún signo de agresión o peligro, para que la reacción colectiva aflore en forma absolutamente natural. Sería conveniente que todos los que satanizan las supuestas agresiones “que el Estado comente” por medio de humildes y desarrapados policías, estuvieran quince minutos en la sierra, bajo una amenaza real de enfrentarse a balas anónimas de enemigos invisibles. Ante tales efectos, sólo me queda decir que todos los participantes son víctimas. Manda el instinto de sobrevivencia; lo demás son consecuencias que van más allá de las teorizaciones jurídicas o filosóficas.
Todavía es tiempo de tomar medidas; aún la sangre no llega al río, pero cuando las fuerzas armadas ven vulnerado su profesionalismo, su uniforme, su pundonor… a nadie sorprendan las violentas reacciones que pueden suscitarse más allá de las órdenes que la disciplina impone.
Quede claro: no justifico la violencia como forma para dirimir controversias, pero constitucionalmente, el Estado es titular de la violencia legítima. Quiérase o no, un día tiene que recurrir a ella y alguien, en uso de sus facultades, deberá asumir la responsabilidad jurídica, ética e histórica.