Terlenka
Los crímenes contra el ser humano continúan y el progreso social no necesariamente merma su actividad. André Gluksmann describe un buen ejemplo de ello: “Me entero del recuento de la UNICEF que dice: desde 1945 el ochenta por ciento de las víctimas de guerra son civiles, cuando en la primera guerra mundial eran el veinte por ciento. La ejecución de los inocentes crece. ¡Viva el progreso!”
El término Crímenes contra la humanidad no deja de causarme cierto recelo o, al menos, suspicacia y confusión. No a raíz de lo que designa, sino acerca justamente de lo que no expone de manera explícita o puntual. Los crímenes citados se refieren a los cometidos contra personas de la población civil como consecuencia de la política de un gobierno, un ejército o cualquier grupo poderoso.
El exterminio, la esclavitud, la tortura, los ataques sistemáticos contra la libertad y demás son considerados crímenes contra la humanidad y los ejemplos en el siglo veinte afloran por numerosos y sangrientos, desde la Alemania Nazi hasta el genocidio de los Tutsis hace apenas veinte años en Ruanda. Es ésta una lección escolar que hemos aprendido de la historia reciente; y los juicios de Nuremberg, llevados a cabo en 1945-46 para enjuiciar a los nazis ha quedado como el emblema común de la historia civil.
Los crímenes contra el ser humano continúan y el progreso social no necesariamente merma su actividad. André Gluksmann describe un buen ejemplo de ello: “Me entero del recuento de la UNICEF que dice: desde 1945 el ochenta por ciento de las víctimas de guerra son civiles, cuando en la primera guerra mundial eran el veinte por ciento. La ejecución de los inocentes crece. ¡Viva el progreso!” Ya no son lo soldados quienes se matan entre sí por defender la causa de sus gobiernos o tiranos: son los civiles los que resienten el crimen en su mayoría, sea por el efecto de guerras ideológicas, militares, actos terroristas y políticas sociales y económicas. A éstas últimas son a las que hoy quiero referirme.
En su ensayo “Grandiosidad, profundidad y finitud”, Richard Rorty dice que hoy en día los intelectuales de Occidente se han vuelto más pragmáticos o utilitaristas con respecto a los hechos sociales y, más o menos, comparten una similar visión utópica al respecto: “La idea de una comunidad global de naciones en la que se hacen respetar los derechos humanos, se garantiza la igualdad de oportunidades y se incrementan por tanto las posibilidades de concreción de la felicidad humana.” No les contaré el ensayo (puede leerse en el libro Filosofía como política cultural), pero a grandes rasgos y en mis palabras les diré de lo que trata. Rorty se opone a las grandes palabras, ideologías, absolutismos y universalismos y se inclina porque resolvamos los problemas sociales, no vía humanismos pomposos o razones totalitarias, sino por medio de la conversación, comprensión del pensamiento diferente y definición de los problemas comunes. Menos rollos de globalización económica y más acción intelectual y social para difundir el bienestar. En estas conclusiones yo estoy de acuerdo.
En La gran degeneración, el sociólogo e historiador británico Niall Ferguson —lo cito sólo porque es ejemplo de un pensamiento común en nuestros días— coloca a la Sociedad Civil por encima del Estado, o de la acción social centralizada: “Y ello porque la verdadera ciudadanía no consiste sólo en votar, trabajar y mantenerse en el lado correcto de la ley. También consiste en participar en el “grupo”, esto es el conjunto más amplio de personas que viene después de nuestra familia que es precisamente donde aprendemos a desarrollar y a aplicar las normas de conducta: en suma, a gobernarnos. A educar nuestros hijos. A cuidar de los desfavorecidos. A luchar contra la delincuencia. A mantener limpias las calles.” Aunque dudo de que Ferguson hay leído a Rorty, este último insistía en que para vivir sin masacrarnos unos a otros la sociedad debería ser contemplada por parte de los individuos como una especie de “familia ampliada.”
Ahora bien. Me deja incómodo y dudoso la idea de que sea la sociedad civil la que tome las riendas de su gobierno en lugar de un Estado que represente la idea del bienestar común (no un Estado totalitario, sino uno creado sobre instituciones civiles fuertes). La razón es sencilla: ¿cuál sociedad civil? En México —y no desearía ser exagerado— tal cosa va dejando de existir. El exceso de mercantilismo, la ausencia de educación cívica y social de calidad (sustituida por la televisión y la comunicación empresarial y abusiva), la carencia de ideologías de izquierda moderna, la novedad tecnológica como sustituto de los contenidos de la comunicación humana para el conocimiento y solución de nuestros problemas sociales, todo ello se ha impuesto lentamente. Los crímenes contra la humanidad ¿no tendrían que incluir también este hecho terrible y decepcionante? A excepción de algunos grupos, personas y asociaciones modestas, ¿quién carajos representa a la sociedad civil? ¿Con quién se dialoga? ¿Quién posee aún esa característica que en algún momento llegó a denominarse conciencia social? No hay nada por el estilo. La idea de un “México” unido es una utopía y por ello habría que pensar en una política desde la desunión (volveré a ello en otra intervención) y la demarcación de responsabilidades y el señalamiento y crítica de los grupos nocivos a la idea común del bienestar. Recuerdo que cuando asistía el sábado al mercado del Chopo en los años ochenta un vendedor de tortas anunciaba sus manjares, con valor de un peso, de la siguiente manera: “Tortas de muerte lenta para la banda eriza.” Nunca lo he olvidado.
Los crímenes contra la humanidad también se llevan a cabo como un proceso de muerte lenta para la banda alienada, engañada, robada, eriza. Por ello creo que los dos ensayos antes citados no podrían haberse escrito en México porque antes de “sociedad civil, como grupo, familia ampliada y conversación, tendría que existir una sociedad en acto o en potencia. Y, según mi experiencia, no hay en el horizonte señales de ello.