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Confesiones

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PEDAZOS DE VIDA

I

Descubrió que no estaba enamorado, sólo tenía un feroz apetito por cocinar ese cuello blanco que tantas veces saboreó con un beso, y una vez cocinado, descubrió que no tenía hambre que no tenía apetito, que no quería comer, que había sido suficiente con el aroma que desprendió durante la preparación. 

No supo dónde guardar el cuerpo, no sabía qué hacer, el éxtasis había terminado y ahora tenía un cadáver en su cocina. 

II

La última vez que lo vi estaba desnudo, la verdad es que no éramos los jóvenes que manteníamos el silencio mientras todo eso pasaba. Lo vi desnudo con la grasa que por años acumuló en el vientre. No, no es que haya sido obeso o que se haya dejado engordar pero el mismo tiempo se encarga de dejar lo que tiene que dejar. Lo vi desnudo, salió hacia la otra habitación, se vistió ahí y luego, sin asomarse, dijo adiós. 

El padre Gabriel siempre fue así, disfrutaba el momento y luego la pena no lo dejaba en paz, quizá ahora fue más grande ya que esa noche no pudo cumplir, no hubo necesidad de hacer el silencio… 

III

La última vez que vi a mi abuela, me dijo que todo iba a estar bien. Me regaló una sonrisa y me dijo cómo sacar de su escondite, una moneda que tenía unas marcas que nunca entendí. Me dijo que algún día regresaría y que no le dijera a nadie porque además no me iban a creer. Yo tenía siete años, me acuerdo que me dijo que si la moneda la veía alguien más mis papás se iban a morir, que tenía que entender.

Aquella vez, me enojé mucho con mis papás, no me habían dado permiso para ir a un lugar y entonces saqué la moneda de su escondite, justo donde la guardó la abuela y se la enseñé a un amigo. Ahí comprendí que mis papás no se iban a  morir por eso. 

Y como lo dijo la vieja, jamás creyeron, a pesar de que la abuela nunca volvió, que vino una nave muy grande y se la llevó.