COMUNICACIÓN NO VERBAL

“Los ojos son las ventanas del alma”.
Sentencia popular.

    •     “El Caballero de la Triste Figura”; aquél que, dentro de su desgarbada y enfermiza delgadez, encierra un espíritu que lo lleva a arremeter, lanza en ristre, contra los pavorosos gigantes míticos, que la realidad se empeña en disfrazar de molinos de viento




Recientemente reseñé en este espacio, las virtudes y defectos de El Dedo, como gran artífice de la comunicación. Me llegaron comentarios de amigos y amigas que, en algún momento de su biografía, han sido víctimas, beneficiarios (as) e incluso receptores (as) de placer por un diestro manejo del dedo: clínico, político, psicológico, social y hasta físico.

Lo anterior me condujo a un mar de reflexiones, introspecciones y retrospecciones para analizar y, en su caso, comunicar la función del cuerpo entero, además de considerar por separado a otros órganos, extremidades o extensiones del mismo, como instrumentos de comunicación, en conjunto o por separado. Hay que decir que algunos personajes hacen de su indumentaria una prolongación de sí mismos.

Así, vino a mi memoria “El Caballero de la Triste Figura”; aquél que, dentro de su desgarbada y enfermiza delgadez, encierra un espíritu que lo lleva a arremeter, lanza en ristre, contra los pavorosos gigantes míticos, que la realidad se empeña en disfrazar de molinos de viento. Don Quijote de la Mancha (puro ideal) contrasta con su fiel escudero, Sancho Panza (pura materia). Basta un instante para entender que ambos perfiles son arquetipos inseparables de comunicación universal, que evoca magistralmente León Felipe: “Por la manchega llanura se vuelve a ver la figura de Don Quijote pasar…” Es obvio que, junto a Rocinante, camina el Rucio: ambos jinetes son uno sólo, en la comunicación no verbal..

En la pequeña novela de Stefan Sweig “Veinticuatro horas en la vida de una mujer”, el autor, en voz de su protagonista, hace una descripción meticulosa de las manos de un jugador compulsivo. En una operación lógica de abstracción, visualiza ambas manos como si tuvieran voluntad propia, independencia del cuerpo; esas manos son un mundo en sí mismas; se mueven de manera nerviosa siguiendo sus propios y autónomos impulsos. El cuerpo al cual pertenecen, no existe.

En metodología, se define como abstracción, la operación mental que consiste en estudiar por separado las partes de un todo; en anatomía, por ejemplo, se esquematizan los diferentes órganos, para analizar sus funciones, este hecho no se da en la realidad: el corazón, los pulmones; los músculos, los huesos… se pueden separar sólo en la mente o en la representación gráfica; así, el dedo físico, aislado, carece de realidad (excepto como evidencia de tortura), pero se puede convertir en protagonista de un discurso, gracias a una representación metafórica.

En este contexto, tal vez sean los ojos, más que las manos o cualquier otro apéndice corporal, los que acaparan mayor número de páginas en el arte: la mirada de Mona Lisa siempre será inescrutable, llena de misterio; conserva su fama universal el “Madrigal a unos ojos claros”, del poeta español Gutiérre de Cetina; así como innumerables canciones populares: “Golondrina de ojos negros”, “Aquellos ojos verdes”, o simplemente “Tus ojos” a ritmo de balada roquera de los sesenta.

Algún poeta decía: “me gusta más tu mirada que tus ojos”. Esto nos traslada al análisis menos romántico de las miradas de algunos protagonistas de la historia. Los retratos que nos llegan de Hitler, por ejemplo, lo proyectan como un demente frío, cruel, con obsesión por el poder y por su propia grandeza. Todo esto se complementa con el bigotillo insolente, el corte militar sui géneris de su cabello y su agresiva retórica con voz desagradable, carente de cualquier matíz propio de una modulación aceptable.

En la personalidad de José Stalin, sobresale el enorme bigote; en Lenin, la calva de intelectual; en Marx, la barba patriarcal y en Trotsky, los lentecillos, la barbita y la sombra de un piolet a sus espaldas, además de su relación con Diego y Frida.

Y ya que hablamos del muralista Diego Rivera, más que en el todo corporal, el mundo lo recuerda por su prominente abdomen, su cara de sapo y su eterno overol con manchas de pintura, siempre al lado de una Frida Kahlo, mujer de una sola ceja enorme, inocultable bigote e intensos dolores que ella proyecta con su propia personalidad y su pintura de sufrimiento.

En nuestra patria, Hernán Cortés es espada y caballo; Moctezuma Xocoyotzin, un penacho majestuoso abatido por la superstición y sus miedos ancestrales; Cuauhtémoc, un ser en eterna agonía por sus pies quemados: águila que cae, junto con su gran imperio.

En la primera transformación, el cura Hidalgo se identifica con su mítica cabellera blanca; es grito libertario detrás del estandarte con la Virgen morena, al frente de un ejército de desarrapados… Ello podría no corresponder con la realidad, pero es la imagen que los mexicanos guardamos del Padre de la Patria. Morelos en el sur, es paliacate en las sienes; pañuelo que no pudo contener los dolores de cabeza ni la poderosa creatividad del estadista que plasmó su visión constitucional en los “Sentimientos de la Nación”.

En la segunda transformación, Juárez es un impasible rostro de piedra; carruaje peregrino por los inhóspitos caminos de la Patria; es oportuna muerte en Palacio Nacional, después de consolidar la soberanía nacional en el Cerro de las Campanas. Junto a él, se ven y se oyen los integrantes de la brillante generación de La Reforma.

En la tercera transformación, Don Franciso I. Madero es el hombre de la piochita afrancesada; el pequeño burgués que se inspirara en Allan Kardek y sus espíritus, frente a un Porfirio Díaz decrépito, vencido por los años y por no saber morir a tiempo.

La cuarta transformación está viviendo aún los estertores del parto, los dolores antes de que se defina con claridad su destino, entre la gloria y el caos.

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