Código de barras en la piel

Código de barras en la piel

LAGUNA DE VOCES

Toda oficina que se precie de ser ordenada, coloca en cada uno de su escritorios, impresoras, computadoras, sillones, cortinas, adornos, y lo que se le venga a la mente, un pegote en el que se da santo y seña del artículo inventariado, con el objetivo inútil de saber quién tiene asignada tal máquina, y de este modo llevar un control estricto, e irrestricto, de la riqueza material del lugar de trabajo.

Vaya pues que no es un asunto espiritual, y sí en cambio el cumplimiento cabal y consciente de lo que dictan las normas del mundo capitalista, aunque tengo entendido que lo mismo hacen en los sistemas que no son socialistas pero se hacen llamar como tal. 

Y los inventarios son tan inútiles, que no reportan por ejemplo el tiempo de vida agotado de esta u otra computadora, ordenador o como se le quiera llamar. De tal modo que el hecho solo se pone al descubierto cuando algún gobernador, en el arranque de su gestión, le da por andar metido hasta la cocina de cuanta oficina se le pone enfrente.

Porque para nadie sería una gran sorpresa, que de pronto, en el interior de un privado que solo puede ser abierto con una clave secreta, encontraran el esqueleto de un director de área al que nadie extrañó cuando se le dejó de ver; pero como en esto de la burocracia solo los compañeros de botana llegan a extrañarse, habrían de pasar décadas enteras hasta que alguien apretara los botones indicados y su área laboral quedara al descubierto.

Por eso, además de las cosas materiales, sería prudente que cada uno de los oficinistas portara un código de barras tatuado en el brazo (nada que ver con los nazis) donde se diera cuenta de quién es, aunque se omitiera lo que hace, porque al final de cuentas eso importa poco.

Lo fundamental sería luchar porque cada uno de los trabajadores de cualquier oficina del mundo, tuviera la oportunidad de ser enterrado humana y civilizadamente, es decir con un poco de carne pegada al hueso, y hasta se le dirigieran bellos fervorines en donde se diera cuenta de su paso por la vida, con uno que otro tinte de heroísmo y pundonor.

Al ser un código tatuado en la piel nadie podría hacerse pasar por el interfecto, y sería la mejor prueba de vida.

Porque resulta ser que ante la intensa búsqueda por hacer realidad el sueño de todo burócrata, de pasar desapercibido, de que nadie sepa de su existencia, la aparición de esqueletos que podrían tener una antigüedad hasta de 30 o 40 años, forzosamente se convertiría en una verdadera epidemia.

El gran riesgo de que un gobernante se meta hasta la cocina en una oficina, no es únicamente que de pronto se tope con una computadora con Windows 2.0 del 87, y que además su usuario jure y perjure que está más que contento con la versión que corre en un aparato con procesador 386.

No señor, el problema más grave es que en una de ellas de pronto se descubra en una dimensión desconocida de calaveras, es decir de trabajadores que simplemente un día fueron olvidados, y transitaron sin preocupación alguna de sexenio en sexenio, sin que nadie les pidiera la renuncia ni los ratificara o despidiera del cargo.

Aunque viéndolo bien, ni con un código tatuado las cosas mejorarían, porque el que domina el arte de nadar de a muertito, siempre alcanzaría su objetivo, que es precisamente ese: pasar desapercibido, ser nada, ser nadie y que ruede el mundo.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

twitter: @JavierEPeralta

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