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Casa y teoría

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Terlenka    

Bien, antes de comenzar a escribir quisiera aclarar que no estoy muy interesado en tener razón, que las erratas me despiertan una franca felicidad y que no he profundizado en ninguna doctrina de las hasta ahora conocidas. ¿Con qué clase de persona están tratando aquí? No podría precisarlo y tampoco creo serles de gran ayuda en ello.
Por otra parte, sé que es de sobra conocida por todo lector la décima tesis sobre Feuerbach escrita por Carlos Marx y que dice: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. ¿Una cita anacrónica y ordinaria? No lo creo, aún escucho esta opinión en discusiones de cualquier clase. Así de simple se presenta la desconfianza que nos despierta toda teoría cuando la casa se está viniendo abajo. Pero, ¿y si dejáramos que la casa se cayera y viviéramos dentro de una teoría? Como si fuéramos mendicantes franciscanos que no requieren más que lo mínimo para vivir.
Los filósofos de la Escuela de Francfort intentaron reparar las teorías marxistas, mantener lo sólido que en ellas se mantenía, revisar sus conceptos y continuar haciendo la crítica de una sociedad que hacía de la producción obsesiva una máxima del progreso humano. Como es notorio, las teorías, como las casas de piedra, requieren mantenimiento y reparaciones constantes, y más cuando versan acerca de la política. ¿Entonces por qué uno ha de preferir vivir en una casa más que en una teoría? Pregunta absurda, si se quiere, pero que yo no sabría cómo responder. Cuando a mediados de los años setenta le preguntaron a Herbert Marcuse si estaba decepcionado de la teoría marxista, él respondió: “Estoy decepcionado de que la increíble riqueza social que se había reunido en la civilización occidental, principalmente como un logro del capitalismo, se usara cada vez más para impedir, más que para construir, una sociedad decente y humanitaria”. Pero el decepcionado Marcuse y el resto de los integrantes de la Escuela de Francfort intentaron reparar las tuberías conceptuales de la vieja teoría. ¿Fracasaron? No sé, es posible que toda filosofía política que intente ser puesta en marcha para “transformar la realidad” fracase en más de un aspecto. Digamos que un pensamiento o filosofía no progresa mas que en la interpretación de un observador en movimiento. “No conozco a ningún filósofo digno de mención que se haya considerado progresista”, dijo Giorgio Agamben en una entrevista para el diario “Die Zeit” hace poco menos de un año; dijo tal cosa para hacer énfasis en su postura contra la manida idea de que la producción y el crecimiento económico incesante hacen progresar a la sociedad occidental. Agamben ha reclamado que el concepto de globalización que se ha impuesto en Europa sea sólo el imperativo económico, hecho que degrada a los seres humanos al estatuto de miembros intercambiables de un ejército comandado por los administradores de la riqueza: esos ejecutivos financieros, la mayoría, tan próximos a la barbarie y al desconocimiento de otras formas de vida alejadas de la tiranía de un “progreso” que crea pobreza y uniformidad. Desde la visión del filósofo italiano (“El hombre sin contenido”; “La comunidad que viene”; “Desnudez”; y un largo etcétera), esta idea de Europa resulta ser una imposición ya que, exclama, el futuro de Europa es su pasado, su cultura y la diversidad de propósitos, teorías e interpretaciones que este pasado suscita. En pocas palabras: Europa es Grecia, no Bruselas, y si se insiste en que es Bruselas (la capital económica), entonces Europa tendría, para el bien del ser humano, que colapsar de algún modo y desaparecer. ¿Y qué decir de ese México que ha sido inventado por algunas empresas y presentado como una “novedad”?
La entrevista citada me la envió el arquitecto Eduardo Terrazas, quien recién ha cumplido ochenta años y está muy atento a las posibles alternativas y modos novedosos de habitar y concebir las ciudades o los territorios de vida urbana en común. En alusión directa y franca a Walter Benjamin, Foucault e Ivan Illich (los más importantes), Giorgio Agamben alude en sus libros a nuevas formas de vida capaces de desactivar el poder político autoritario sin pasar por una revolución típica —cuyas calamidades son sencillas de prever— ni continuar nutriendo formas caducas de organización social. Y aunque yo no soy vocero de ningún futuro renovador, ni mucho menos un teórico social o político, creo que mientras un individuo no logre sacudir de su mente los dogmas heredados, ni sea capaz de hacer una pausa en su voracidad económica, ni logre arruinar o desanimar la idea de un futuro cuyo horizonte no sea el pasado recreado en la imaginación, ni pueda trascender —al menos en teoría— a los políticos que no son políticos, sino ladrones enquistados en estructuras políticas deformes, entonces no habrá nada: ni casa, ni teoría habitables.
¿Practicar el retiro, la fuga inesperada, la fiesta, la sinrazón edificante, la improductividad, la certeza de que lo único nuevo es rechazar lo nuevo, la ausencia de obras, sería también una forma de transformar la realidad desde la vida propia que se hace a un lado para formar un espacio marginal y habitable? No lo sé y es probable que acciones o posturas así lleguen a tomarse como tonterías subjetivas no dignas de gente seria. ¿Más quién respeta a la gente seria? ¿Acaso existe esa clase de seres? Espero que no, pues de lo contrario y en vista del mundo desarrapado en que habitamos entonces la seriedad habría perdido todo prestigio.