“A María Luisa Quijano Mijares”
El caso Ayotzinapa constituye un fiel reflejo de la descomposición política, social y de seguridad por la que atraviesa el país. Los políticos, no importa el partido o signo ideológico, muestran altas dosis de los mismos males: ineficiencia, ineficacia, corrupción y colusión con otros actores para la comisión delictuosa. En año electoral, todos los partidos prometen un México mejor, cuando todos han tenido ya la oportunidad de cumplir y no lo han hecho. Ni el Estado ni los gobiernos, en sus tres niveles, cuentan hoy en día con niveles de aceptación suficiente para generar credibilidad.
La descomposición social se refleja en una ciudadanía que se ha convertido en víctima, denunciante y cómplice de la situación, según le convenga. Si los gobiernos no dan muestra de respetar la ley ¿por qué lo tiene que hacer el ciudadano? Leyes y más leyes, que se aplican poco o en forma selectiva. Quienes pretendan lo contrario, autoridad o ciudadano, deben pasar, por lo menos, por la peregrinación a Compostela.
En lo que vamos del siglo el torrencial de la inseguridad no amaina. Los responsables del Estado hablan de mejoría, pero las encuestas ciudadanas reflejan otra realidad. Catorce años de pruebas y experimentos sin mejoría real. Cambios en las instituciones, en la estrategia, emisión de nuevas leyes y reglamentos, que la realidad obnubila con contundencia.
En el caso Ayotzinapa confluyeron todos los males. Corrupción de autoridades, colusión con el crimen organizado, violencia y crueldad extrema incentivada por la tradicional impunidad y lentitud e ineficacia de la respuesta gubernamental. La credibilidad institucional ha quedado seriamente cuestionada, con o sin razón.
Como decía el filósofo griego, no sabemos leer la realidad o leemos solamente la parte que nos conviene. El político en busca de un escaño, el funcionario público, el policía y el juez, se han convertido en eruditos de la simulación y el engaño. El ciudadano adopta el papel de víctima, denunciante o cómplice, según le convenga. El bienestar individual siempre por encima del bienestar colectivo, desde el gobierno o desde el pueblo.
México no es un país dividido por conflictos étnicos, religiosos o territoriales, o desangrado por luchas intestinas como sucede en Nigeria o Siria. Su economía no es la de Grecia, ni el escándalo político ha llegado a los niveles de Venezuela o Argentina. Pero tampoco es un país que muestre bases sólidas para construir un mejor futuro. México no es un Estado fallido, pero si un Estado ineficaz e ineficiente.
Nos sobran gente y recursos para ser un país mejor y, sin embargo, Ayotzinapa se ha convertido en marca México frente al mundo. La mayor parte de los mexicanos sabemos que el país no se está cayendo a pedazos, lo vivimos a diario, pero tampoco parece quedarnos claro hacia dónde caminar para corregir el rumbo. La clase política no parece capaz de marcarlo, o los ciudadanos de reconocerlo o dibujarlo.
El gobierno federal parece transitar con naves del siglo XX en las aguas del siglo XXI, quizás por incapacidad para construir unas nuevas. Los mexicanos, más como derechohabientes que como ciudadanos, seguimos esperando al deux ex machina en el sentido griego, cuando una deidad fuera del escenario aparece para solucionar una situación.
Después de la Segunda Guerra Mundial, japoneses y alemanes construyeron, a partir de la devastación, la segunda y tercera economías del mundo con igualdad y calidad de vida para sus habitantes, que resultan envidiables. En ese proceso un hecho fue contundente: pusieron todo el bienestar colectivo por encima del bienestar individual. Me pregunto si los candidatos que hoy nos pregonan un México distinto son en su mayoría Ayotzinapa, o en realidad buscan el bienestar colectivo. ¿Estamos atrapados sin salida?
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