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Apenas inicia el ataque de Trump

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CONCIENCIA CIUDADANA

El choque entre México y Estados Unidos de los últimos días no tiene comparación en nuestra historia desde que el general Francisco Villa –entonces en rebeldía contra el gobierno-, invadió el territorio norteamericano asaltando e incendiando el pueblito de Columbus, ocultándose después en los laberintos de la sierra mientras el presidente Venustiano Carranza capoteaba la ira norteamericana; sedienta de venganza no solo contra Villa sino hacia resto del pueblo mexicano, ante un hecho que le hería más que en el cuerpo, sobre todo en su amor propio.
    Porque pensar que el coraje del presidente Donald Trump a las oleadas de centroamericanos que insisten en entrar a los Estados Unidos, es una perspectiva demasiado limitada.  Desde que la revolución constitucionalista barría el régimen porfirista, Washington veía con desconfianza los cambios en México; en primer lugar, porque el dictador fue el mejor aliado de los capitalistas gringos, a cuyas empresas abrió el país garantizándoles salarios miserables, materias primas baratas y tranquilidad social asegurada con el poder de las bayonetas y los calabozos de la dictadura.
    Segundo, porque los Estados Unidos iniciaban entonces una segunda revolución industrial basada en la conversión energética del carbón al uso del petróleo que desde entonces hasta nuestros días, se convertiría en un elemento estratégico de primer orden para sus gobiernos, cualquiera que fuera su tendencia o color político. Mirando hacia el sur, los gringos veían con preocupación el creciente interés de los revolucionarios en recuperar los derechos soberanos de México sobre sus yacimientos petrolíferos, mientras que las compañías extranjeras, dueñas de los pozos más productivos, defendían las concesiones otorgadas por Díaz antes de estallar la rebelión social.
    La tercera razón que el gobierno norteamericano tenía para invadir México no era, como ellos decían, hacer la justicia debida a las víctimas del asalto a Columbus, sino de carácter ideológico: aquellas importaban sólo para justificar lo que deseaban, pues los gobernantes y  una buena parte de la opinión pública norteamericana no concebían siquiera que México pudiera convertirse en una nación próspera, fuerte, democrática y defensora de su soberanía; por la sencilla razón –aceptada por los gringos desde su más tierna infancia- que les hacía -y les hace creer aún-, que ellos son miembros de un pueblo y una raza superior, en tanto los mexicanos lo son de una inferior; que México debe ser gobernado con mano dura y no permitírsele jamás levantarse del estado endémico de postración, miseria y corrupción en la que lo han hundido las clases dirigentes, a las que los norteamericanos desprecian por su ignorancia, su servilismo y su racismo hipócrita, pero a la que halagan por su tendencia atávica a rendirse a los pies de cualquier extranjero dispuesto a compartirles los beneficios de sus saqueos sistemáticos.  
    Pues bien, esa clase de razones que en el pasado hicieron peligrar la supervivencia de México son -si ponemos un poco de atención- las mismas que hoy llevan a los belicistas de Washington y Nueva York a impedir que la Cuarta Transformación nacional maquinada por López Obrador pueda llegar a buen fin, utilizando cualquier pretexto para imponer sanciones a nuestro país utilizando un lenguaje grotesco y pendenciero.  
    Quien considere a Trump un loco común se equivoca. La suya es una especie de demencia, increíblemente más peligrosa: se trata de una perversidad, una enfermedad adquirida desde la infancia que mueve a los potentados a considerar como valor absoluto la utilidad monetaria sobre cualquier otro valor o interés humano. Y también un apostador nato, acostumbrado a juegos de poder donde gana el más sagaz, desalmando e inescrupuloso; porque no cree en el estado, sino que lo usa y se burla de sus instituciones e integrantes, y es un racista porque considera como seres inferiores a quienes no forman parte de su círculo de poder.
Pero tampoco debemos considerarlo como un matón solitario. Junto a él, por tradición y convicción, muchos de sus paisanos lo apoyan en la que consideran la batalla final de la civilización norteamericana contra las acechanzas del resto del mundo, en especial de la ola morena que se levanta como el nuevo enemigo al que el gringo ha de enfrentar en una lucha a muerte.
Y si de morenos se trata, no puede purgarle más al emperador norteamericano que los mexicanos, en un rapto de cordura o locura según se vea, hayamos decidido en las urnas terminar con el régimen que favoreció como nunca al capital extranjero desde el Porfiriato; por lo que los aranceles a los productos mexicanos como castigo a la falta de colaboración del gobierno de nuestro país para frenar la ola migratoria no es sino un pretexto -que no será el último- para sabotear la Cuarta Transformación propuesta por AMLO y aceptada por la mayoría ciudadana.
Estamos pues, ante los primeros embates de la oligarquía norteamericana que sigue al profeta del aislamiento, quien cree que solo con muros, aranceles y guerras comerciales podrá frenar la decadencia de un paradigma fallido, basado en la ambición del poder y el dinero; coyuntura en el cual solo le queda a México acelerar los cambios propuestos por el régimen del cambio, pero sobre todo transformar los paradigmas políticos, económicos y éticos del pasado, cuyas consecuencias adversas frente a un déspota que pone en peligro la paz y la convivencia entre nuestros pueblos.
Y RECUERDEN QUE VIVOS SE LOS LLEVARON Y VIVOS LOS QUEREMOS. LA TARDANZA YA NO TIENE RAZÓN.