Mochilazo en el tiempo
• Las personas que no pertenecían al sector religioso, calculaban el tiempo de acuerdo a las actividades que estaban realizando en el momento
Durante el siglo XVII, los sismos no se consideraban fenómenos naturales, se percibían como “castigos de Dios” por todos los pecados del hombre cometidos en la Tierra. Las campanas alertaban a la población y después del movimiento era frecuente decir que había durado un padrenuestro, un avemaría o lo que tardaba en rezarse el credo.
Para entender el contexto es necesario ausentarse del presente e imaginar a la Ciudad de México en los tiempos de la Nueva España, en el siglo XVII. Los hábitos, las costumbres, los paisajes y la vida diaria eran muy distintos de como hoy los conocemos. La rutina de la vida cotidiana se regía a partir de actividades civiles y religiosas. En el libro Historia Documental de México 1, Ernesto de la Torre menciona que la cotidianidad giraba en torno a manifestaciones religiosas porque servían de estímulo, distracción y ocio a los novohispanos.
De acuerdo con De la Torre, se hacían novenarios, sermones, tomas de hábito, júbilos, reuniones musicales y poéticas en los conventos, procesiones con esculturas de bulto (de cabello, dientes y uñas reales) para causar temor en las personas. Predominaban las corridas de toros y las peleas de gallos. Las acciones se medían a través del sonido de las campanas que funcionaban a manera de reloj. Se tenían establecidas campanadas para el desayuno, merienda y cena. Al igual que en nuestros días, era recurrente que la vida se trastornara por fenómenos naturales como inundaciones, sequías, sismos y epidemias.
La construcción de la Ciudad se hizo sobre un lago, lo cual provocó fuertes inundaciones que empeoraban con las lluvias. Además, la tranquilidad y estabilidad emocional de las personas se veía afectada cuando se presentaba un sismo. Cuando la tierra se movía, inmediatamente se pensaba que había sido un castigo de Dios. En el libro “Los sismos en la historia de México”, basado en crónicas del siglo XVII, sin autor en muchos casos, se registraron cerca de 90 sismos considerados de gran magnitud.
Después de la Ciudad de México, los lugares con mayor índice de temblores fueron los estados de Oaxaca, Chiapas, Guerrero y Puebla. Algunos sismos iban acompañados de erupciones volcánicas. En entrevista el doctor en Historia por el Colegio de México, Gerardo González Reyes, comenta que al ocurrir el fenómeno natural, la respuesta inmediata de la población consistía en “ponerse en manos de Dios” y la clase alta comenzaba a rezar un padrenuestro o un avemaría para medir la duración.
El resto de las personas que no pertenecían a este sector calculaban el tiempo de acuerdo a las actividades que estaban realizando en el momento del movimiento de la tierra. Las mujeres dedicadas a la cocina platicaban que el sismo había durado lo que terminaba en cocerse un huevo.
En las crónicas del 20 de agosto de 1611 se describe que la tierra hizo un movimiento brusco: “Se sintió cerca de las tres de la mañana (…) 30 horas después tembló la tierra más de 40 veces”.
El 7 de octubre de 1616, “como a las dos horas del mediodía, tembló la tierra y duró más tiempo que en cuanto podían rezar cuatro credos y luego ese mismo día volvió a temblar a las 12 de la noche, duró como dos credos”.
El 30 de octubre de 1675, “tembló la tierra como seis credos”. En 1687 “se cayó una casa en la calle de Ortega y mató a dos personas, tóquese plegaria en todas las iglesias”. Los arquitectos de la época no realizaban construcciones altas porque el suelo era fangoso.
La intensidad se medía a partir de las casas o edificios que se derrumbaban tras el movimiento telúrico. El doctor Gerardo también comenta que había algunos valientes que se subían a tocar las campanas para avisar al resto de la población del peligro. Funcionaba como su alerta sísmica y como una manera de conjurar el miedo. El historiador dice que en el siglo XVII existía una amplia constelación de santos a los cuales se les rezaba, aunque cada temporada había una sustitución de ellos. San José era considerado el patrono de los sismos.
En el texto Historias de milagros y temblores: fe y eficacia simbólica en Hispanoamérica, siglos XVI-XVIII, se hace alusión a una rifa en la que competían los santos para ser elegidos patronos, eran símbolo de la fe de acuerdo a sus hazañas. A Felipe de Jesús y a San Nicolás Tolentino también se les rezaba para “mitigar” los temblores.
En Grandes desastres de la Ciudad de México, el historiador Alejandro Rosas escribe que las personas al sentir el movimiento de la Tierra confesaban y gritaban sus pecados en medio de la calle, los sacerdotes alzaban las manos al cielo, las fuentes deponían sus aguas, causaban terror, y la única esperanza consistía en arrodillarse para implorar por el perdón de Dios.
Años después, México avanzó en tema de sismos: modernizó instrumentos para detectar con mayor precisión los movimientos y se aclaró que no son predecibles. La evolución sucedió hasta el 5 de septiembre de 1910, cuando se decretó oficialmente la fundación del Servicio Sismológico Nacional y se instalaron estaciones en Tacubaya, Oaxaca, Mérida, Chihuahua, Veracruz, Guadalajara, Monterrey y Zacatecas.
Los sismos han acompañado durante mucho tiempo a la Ciudad de México y el mundo. Siglos después, los instrumentos de medición y precisión cambiaron de los credos a las escalas de Richter y de Mercalli, pero siguen causando sorpresa y angustia.
Aunque se han modificado muchas costumbres de la sociedad novohispana del siglo XVII, en la actualidad hay un hábito que prevalece: las personas rezan durante y después de los sismos. Se encomiendan al santo de su devoción o creencia. Hoy, el tocar una campana en la capital no significa peligro, el aviso masivo se genera a través de la alerta sísmica.