Callejón de Sombrereros
Esos anónimos pueden parecer un género literario. Suelen suponerse escuetos y estar escritos con letra nerviosa, apresurada y engañosa, con torpeza y no pocas veces con faltas de ortografía
DATO
Borges deploraba en 1931 que “otra suficiente explicación de la facilidad porteña del odio la ofrecen los cuantiosos anónimos, entre los que debemos incluir el nuevo anónimo auditivo, sin rastros: la afrentosa llamada telefónica, la emisión invulnerable de injurias. Ese impersonal y modesto género literario, ignoro si es de invención argentina, pero sí de aplicación perpetua y feliz. Hay virtuosos en esta capital que sazonan lo procaz de sus vocativos con la estudiosa intempestividad de la hora.
Hubo un tiempo en el que una nota anónima podía importar un acontecimiento. Su escueta revelación podía producir inquietud y propiciar una trama y una intriga. Con frecuencia se refería a una burda infidelidad marital que podía derivar en una historia elemental de celos, suspicacias, dudas, ruindades pasionales, vigilancias acaso subrepticias para corroborar la veracidad de la advertencia anónima que en no pocas ocasiones incitaba a desconfiar de personas equivocadas, a involucrar a inocentes y a contratar detectives zafios que se dedican a espiar a esposas y maridos para demostrar traiciones conyugales. A veces, esas notas se repiten induciendo el devenir de acontecimientos íntimos, señalando posibles culpables, modelando quizá los hechos a conveniencia con propósitos miserables. A veces se trata de bromas que no han dejado de suscitar desenlaces funestos y, a veces, implican un insulto, una amenaza y una extorsión.
Cierta literatura, el cinematógrafo, el melodrama no han dejado de explotar ese recurso. En Nosotras las taquígrafas, el film de Emilio Gómez Muriel, por ejemplo, una de las historias, que convergen en una oficina de gobierno en la que trabajan varias secretarias, refiere que la esposa del jefe recibe sucesivos anónimos que le advierten que su marido la engaña con su secretaria. Menos con desesperación que creyéndose humillada, dispara una pistola en el baño de la oficina de gobierno contra la mujer equivocada, que suplía a la amante mientras estaba de vacaciones. La autora de los anónimos era otra secretaria envidiosa, que se consideraba menospreciada y que había escrito otras cartitas sin firma a otro de los jefes informándole detalladamente lo que opinaban sus secretarias de ellos.
Esos anónimos pueden parecer un género literario. Suelen suponerse escuetos y estar escritos con letra nerviosa, apresurada y engañosa, con torpeza y no pocas veces con faltas de ortografía. Sin embargo, pueden resultar más elaborados, inventivos y reveladores; hay quien los forma con letras, palabras y frases recortadas del periódico, como un montaje o un poema dadaísta, y hay quien, como el Acertijo, el personaje de Batman, los componen como una adivinanza. Paradójicamente, el asesino de niños de M. El vampiro de Düsseldorf, la película de Fritz Lang, envía un anónimo a la prensa, escrito con lápiz rojo y una letra, según el guión, “infantil y patológica”, para ser reconocido: “Dado que la policía se ha negado a dar publicidad a mi primera carta, me dirijo ahora a la prensa. Busquen. Pronto se aclarará todo, pero yo no he llegado aún al fin”. Entre las novelas de X, uno de los personajes de El hipogeo secreto de Salvador Elizondo, que aparece fugazmente en Nosotras las taquígrafas, se halla La carta anónima.
La invención del teléfono le deparó una nueva forma al anonimato. La advertencia, la amenaza, el insulto se convirtieron asimismo en una práctica criminal: la extorsión que, se sabe, con frecuencia procede de la cárcel. Sin embargo, los anónimos también han acostumbrado bromas pueriles. En I saw what you did, el film de William Castle, tres niñas ociosas se dedican una noche a llamar a desconocidos, elegidos al azar en la guía telefónica, para decirles, como el título de la película: “Vi lo que hiciste”. Uno de los desconocidos acababa de cometer un asesinato.
Borges deploraba en 1931 que “otra suficiente explicación de la facilidad porteña del odio la ofrecen los cuantiosos anónimos, entre los que debemos incluir el nuevo anónimo auditivo, sin rastros: la afrentosa llamada telefónica, la emisión invulnerable de injurias. Ese impersonal y modesto género literario, ignoro si es de invención argentina, pero sí de aplicación perpetua y feliz. Hay virtuosos en esta capital que sazonan lo procaz de sus vocativos con la estudiosa intempestividad de la hora. Tampoco nuestros conciudadanos olvidan que la suma velocidad puede ser una forma de la reserva y que las injurias vociferadas a los de a pie desde un instantáneo automóvil quedan generalmente impunes”.
El telefonito no sólo ha introducido una nueva adicción poco placentera, sino que ha propiciado la proliferación del cultivo del anónimo, del odio y la afrenta; “penuria imaginaria y rencor definen nuestra parte de muerte”, sostenía Borges y, como lo advertía Juan José Arreola: “el Internet está condenado a convertirse en el gran basurero de la humanidad”.
Y, sin embargo, algunas obras admirables como el Popol Vuh, el Cantar del Mio Cid, el Cantar de los Nibelungos, Beowulf, La muerte de Arturo, pueden justificar el anonimato.