Amor en Rojo, en tinta Negra

Amor en Rojo, en tinta Negra

Letras y Memorias

Ya pasaron algunos días de esto pero, sigo procesándolo. Tres días han pasado y cuando pienso en ello, la piel se eriza y una sonrisa enorme se dibuja en el rostro, mientras que una más grande, sella el corazón.

Y no, no hablo del BICAMPEONATO DEL ATLAS, sino de la magia de vivir ese momento, junto a las personas que más amo en el mundo. Porque ver algo tan ordinario, si así gustan calificarlo, en compañía de quienes te hacen la vida más llevadera y dulce, es un “auténtico golazo al ángulo”, y ahí radica una de las máximas persecuciones de todo deporte, afición, pasión o arte: que sea celebrado. 

Que mi familia haya sido parte de la celebración de un partido de fútbol, de un campeonato, bicampeonato… Esa es la verdadera magia. Verlos gritando, festejando goles, tomando el coche y manejando hasta el Estadio; ver a mis padres sostener esa bandera preciosa y colgarse esos colores hermosos sólo con la intención de acompañar la pasión de sus hijos, es algo invaluable, algo más poderoso y celestial que cualquier cosa, más valioso que el campeonato mismo.

Fue inevitable recordar aquellos días del lejano 2009, en donde al salir de clases, pasaba al trabajo de mi papá en Indios Verdes, comprábamos una torta y un refresco en el puesto atendido por Alex, y nos embarcábamos en una combi hasta las instalaciones de una filial del Club Atlas. Llegaba con el uniforme del Plantel y corría al vestidor a cambiarme el pantalón azul y el suéter rojo, para colocarme la indumentaria rojinegra y ponerme a las órdenes del Profe “Potro”, que corría como verdadero equino aún con los años y canas encima.

Mientras pasaba dos horas en el entrenamiento, papá observaba, llamaba por teléfono a mamá y al finalizar, me hacía comentarios para retroalimentar mi juego. Y esa era mi rutina de lunes, miércoles y viernes.

Fue inevitable que, al verlos en las afueras del Estadio Hidalgo el domingo por la noche, coreando el “¡Dale, dale, dale bicampeón!”, no se me emocionara el corazón recordando cómo mamá y papá se partían en dos o en cuatro, para cumplir con los deberes futbolísticos de sus hijos. Había veces en que no iban a mis partidos porque tenían que agarrar la camioneta y llevar a mi hermano Eduardo a los suyos, y era obvia la decisión, Lalo era el pequeño, el pequeño gran portero de esa generación infantil. Tenía la calma y serenidad de Camilo Vargas pero también esa fuerza y fiereza bajo los postes. ¡Era una joya poder ver a mi hermano en la portería! Incluso cuando salió conmocionado, lo hizo con la calma que un portero debe mostrar siempre al jugar la posición más ingrata del futbol.

Suelen decirnos que el amor llega sin avisar, sin esperarlo, y la realidad es que eso mismo pasó con el Atlas, con el rojo y el negro. Un día estábamos en un punto del espacio, y al otro, así sin más, nos sentíamos “el sostén del mundo”, como dijera Lico Cortina al fundar el club en 1916. 

Incontables son las veces en que esa misma afición, pasión y gusto, dejó momentos amargos en la boca, pero así es todo, no sólo el futbol sino la vida misma. Sin esas subidas y bajadas, el pulso sería una línea recta que no indicaría nada, salvo la ausencia de emoción, de dicha. 

Y justo a eso voy, porque luego de lo vivido el 29 de mayo, entiendo que la dicha de sabernos siempre respaldados, de ver esas sonrisas y escuchar esos cantos celebrando unos colores y un escudo, es perfecta porque la viví con ellos. Viví un momento de alegría imborrable junto a las personas que han dado tanto por mí y lo harán incluso cuando la vejez nos alcance a todos.

¡Mis padres me dieron la vida y el Rojo y Negro las ganas de vivirla! ¡Mil veces arriba el Atlas, y un millón de veces, arriba mi ‘amá, mi ‘apá y el Roni! 

Y es que, si se los explicamos, no lo entenderían.

¡Hasta el próximo jueves!

Postdata: Hoy toca celebrar, gozar y agradecer. Y como nada es permanente, sabemos que quizá mañana todo esto ya no esté, pero mientras, lo atesoramos en el alma.

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