
RETRATOS HABLADOS
No es diferente el ceremonial de los adioses que antecede a la conclusión de un sexenio de una entidad del país, al que se pone en práctica en el plano nacional, es decir, al que goza o padece el presidente de la República. Porque dejar el poder produce los mismos síntomas en cualquier persona, traducidos en una amarga nostalgia “por lo que fue y no pudo ser”, pero también por tener que abandonar su cargo, cuando consideran (siempre es así), habían empezado el camino del triunfo absoluto sobre los “atrasos ancestrales”.
Nada tiene que ver que se entre en la etapa final de una administración, para cambiar lo que se observó a lo largo de un mandato, como la imposibilidad de llevar a la realidad planes de gobierno, transformaciones absolutas o el principio de una nueva era de progreso para el país.
Lo que se dejó de realizar en los primeros tres años de una gestión, no se harán realidad en el último año, nada más porque el tiempo se agotó, o porque la desesperación puede ser el mejor aceite para que la gran maquinaria trabaje.
Todos lo sabemos: los verdaderos cambios solo pueden fructificar si por lo menos en tres sexenios hay continuidad en los planes, en los proyectos, y esto implica por principio de cuentas que un país no se vea en la necesidad de volver a nacer cada seis años, lo que obliga a destruir todo lo que se cruce en su camino para empezar de cero, y “ahora sí”, hacer bien las cosas.
Es un absurdo que, sin embargo, ha sido el pan de cada día en un país como el nuestro, que obliga a desperdiciar por lo menos un año y medio en estigmatizar todo lo que permita desligarse del que se fue, y más que eso, hundir en el fondo del mar lo poco bueno, o mucho, que el antecesor logró durante su gestión. Por supuesto, en esto se incluye dejar que lo construido se deteriore, se caiga de ser posible, y festejar “las inmundas y corruptas acciones del que se fue”.
El presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, como cada uno de sus antecesores, entró en la fase final de su administración, y sin duda hoy mismo vive ese momento en que sabe, vaya que lo sabe, ningún posible sucesor, por muy cercano y leal que sea en estos momentos, va a convertirse en una especie de zombie que todo obedece sin chistar.
Como político de amplísima trayectoria, entiende que el poder se entrega para usarlo, no para pedir permiso en su uso, porque poder que no se asume, acaba en manos de otro.
Sabe sin embargo, que quien llegue no puede aplicar la máxima que él mismo aplicó, de que es necesario borrar todo vestigio del anterior gobierno, porque es un caso único de estos tiempos, en que sabe por adelantado cuáles son los programas que ya lo metieron en la historia patria del país, y que mantendrán su nombre por varias décadas en voz de la ciudadanía, y que por lo tanto seguirán, le guste o no a su sucesor o sucesora.
Sin embargo, está consciente que el poder como tal ya no estará en sus manos, con todo y que, en un primer año, por cortesía política, lo consulten a cada momento. Sabe también que aquel dicho de que, “aquí vive el presidente, pero el que manda vive enfrente”, difícilmente se aplicará al concluir su gestión.
Sabe, que el poder es efímero, igual que la vida, y si desde estos momentos lo acepta, podrá retirarse con absoluta dignidad, y sin duda, con satisfacción por programas que han logrado llevar dinero a personas sin recursos, que nunca dejarán de agradecérselo. Y en una balanza de los errores y los aciertos, sin duda va a ganar.
Pero si decide tomar el camino contrario, y buscar ser el poder tras el trono o, en una de esas, arriesgar todo por el poder vitalicio, las consecuencias serán terribles, por supuesto no solo para él, sino para toda la nación.
Con esperanza, deseamos que el primer camino haya sido el elegido.
Mil gracias, hasta mañana.
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