Mis dioses tutelares en el arte

Mis dioses tutelares en el arte

Son las fiestas patrias y huele a pólvora. Para mí, es la vuelta a la esquina del tiempo, desde la cual se divisa mi cumpleaños. Ahora serán ochenta y dos.

De acuerdo con mi ritual personal escribiré un texto, haré un viaje, compraré un libro especial, descubriré un nuevo poema y prescindiré de la fiesta.

Por hoy dejaré en paz al barrio y los recuerdos de mis antiguallas y, desde ya, disfruto la idea de compartir en estas líneas las maravillas con las que he tenido la suerte de toparme en la vida y que me han colmado de felicidad.

Mi anhelo es que alguna inquietud les salpique a ustedes. Iniciaré con mi canon en las bellas artes.

A bote pronto, en literatura, más específicamente en narrativa, La montaña mágica de Thomas Mann; en poesía, Hojas de hierba, de Walt Whitman; perdura también el impacto que Santa Juana de los mataderos de Bertolt Brecht dejara en mí en una alucinante noche hace muchos años; no ha existido en mi vida sesión musical memorable en que no escuche el Va, pensiero de Giussepe Verdi; rememorar Cinema Paradiso es algo frecuente en mí; si de ciudades se trata (lo saben mis cercanos), Pachuca, Praga y París, a las que se agregan ahora a manera de coda San Miguel de Allende y Estambul.

¿Sería una locura incluir a Pénjamo para conformar una tríada?

Por supuesto que no olvidé las artes plásticas. De hecho, en futuras charlas, les contaré algo sobre cada una de mis preferencias. Hoy quiero hablar sobre La balsa de la Medusa; el primer aguinaldo como maestro universitario de tiempo completo me llevó al ejercicio de la hormiguita: si compro esto, se me acaba; si compro aquello, se me acaba… así que terminé optando por el “viaje ahora, pague después”.

Al rato estaba festejando la Noche Buena tomando vino tinto en la plaza Navona de Roma y cumpliendo el ritual de comer churros con chocolate en la madrugada madrileña del primer día de ese ya muy lejano 1971.

Eso implicó la ruptura con la tradición de pasar las fiestas decembrinas al calor del hogar y la familia.

Pero habría muchos rompimientos más tal vez ahora se cuela por una rendija el vivir, vagar y escribir en San Miguel. Sobre todo, aquel viaje me permitió vivir el deslumbramiento de París, el Louvre y, por razones nunca desentrañadas, la fascinación de contemplar La balsa de la Medusa, el enorme lienzo de Théodore Géricault.

La fortuna de regresar tantas veces a París siempre tuvo como gran final la reflexión serena ante aquella centenaria pintura.

Muy lejos de mí se encontraba el manejo cultural para poder determinar lo correcto del punto de fuga o el acierto cromático, la corriente pictórica y tantos otros aspectos que los conocedores valoran en la obra plástica.

Ni falta que me hacía. Yo repasaba y disfrutaba los trazos que creaban un dramático paisaje, en el que las olas, amenazantes, imponían su autoridad.

Cuando me abrumaba la poderosa fuerza del mar concentraba mi atención en cada una de las múltiples expresiones de los náufragos. De la resignación absoluta a la esperanza imperecedera mostraban sus rostros y sus cuerpos las múltiples respuestas de lo humano ante la tragedia.

Muchos se habían entregado resignados a su destino, pero también estaban aquellos que, con el último gramo de su energía, trataban de levantar el brazo en demanda del auxilio que significaba el pequeño barco en lontananza.

Se aferraban a la posibilidad de escapar de la muerte, que ya había tomado a un centenar y medio de los náufragos de la Medusa, malograda fragata francesa.

Al observar los negros, ocres y toda la gama de oscuros que plasmara Géricault, se potenciaba la desesperanza de los náufragos.

El encrespado mar agitaba mi corazón. Quedé pasmado. La impresión subsiste hasta ahora; sin embargo, algo en la memoria no precisa los detalles y, como no quiero tener ninguna falla al compartir ese recuerdo, el inminente 19 de octubre próximo estaré plantado en una sala del Louvre nuevamente, como hace cincuenta años, contemplando la enormidad física y conceptual de ese óleo.

Los estudiosos y el reconocimiento popular ubican como obras de arte a algunos trabajos excepcionales. Mi fortuna me ha hecho encontrar o ir en busca de algunas de esas creaciones surgidas del sentimiento, pensamiento y maestría de verdaderos genios de la humanidad. El tiempo de la contemplación jamás ha sido en vano.

Siempre, al cerrar los ojos, encuentro que mi ser se ha gratificado con los impactos emocionales que esas obras me producen, como en todo aquel que tenga, como yo, una adicción incurable a lo bello, una gran pasión por el arte y un amor incondicional por la vida.

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