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ALFIL NEGRO

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LAS CALLES DEL PUEBLO SON
LA MEJOR ESCUELA DEL ALMA

Antier fui a mi pueblo donde crecí de niño, donde jugué en su viejo parque con un niño, del que sólo recuerdo que le gritabamos ”Chayo”, que usababa un par de muletas porque estaba mal de sus piernas por la polio. El parque ya no es el mismo, si acaso se mantiene el sabino fuerte y alto que dominaba todo el parque, lo sigue dominando y sirve de casa de cientos de tordos que desde entonces volaban de rama en rama.
Ya no es el mismo parque. Ahora está muy moderno, con callecitas bien pavimentadas y barandales bien delineados. En mis tiempos las calles eran de tierra y no había barandales que nos impidieran correr entre los prados y tomar los árboles como bases para la roña, desde la tarde hasta que se ponía el sol, mientras nuestras madres nos miraban jugar desde los dinteles de las puertas, en tanto cosían y platicaban entre ellas.
Ahora los dinteles están vacíos, no hay madres cosiendo y no hay niños que jueguen, como si con nosotros se hubieran ido los últimos pequeños que tomaban todos los días el viejo parque para jugar, gritar sin darse cuenta que la noche de la vida empezó a caernos a todos con toda seguridad.
Me vi corriendo en el parque como entonces, y casi grité “Chayo” para ver si aparecía mi amigo de la infancia atrás del viejo sabino y todos los otros niños, y busqué allá a lo lejos en  lo que era mi casa la figura de mi  madre, cosiendo sus servilletas y platicando mientras su risa llenaba la calle con su alegría de siempre.
Pero ya no estaba ni estará… pero cuántos recuerdos.
Luego fui a la iglesia del pueblo. Pequeña, recién pintada, con una imagen de Padre Jesús, el Nazareno con su Cruz en el altar mayor, dominando no sólo toda la iglesia sino la vida del pueblo y de todos sus habitantes.
En esta iglesia acudimos todos en algún momento de nuestras vidas para rezar, rogar, pedir, implorar, agradecer, llorar y siempre encontramos consuelo. Aquí vino mi madre y mi padre para rogar por nosotros sus hijos y de niños nos emocionaba ver la procesión con las imágenes sagradas.
Es la misma emoción ahora de grande. Y con el mismo fervor encomendamos ahora a nuestros hijos, como antes lo hicieron nuestros padres y  sentimos que Padre Jesús nos escucha, como antes a mis padres.
De salida, el camino que sale del pueblo y lleva a los campos, los mismos a los que iba mi señor padre a trabajar en las madrugadas, los mismos que cosechaba como nadie, y de los que nos llevaba antes que nadie, lo que en el pueblo se conoce como “verano” y que no es otra cosa que “calabacitas”, “ejotes”, elotes” y habas verdes.
La imagen de mi padre volviendo del campo mientras llovía con un capisayo para no mojarse, es un recuerdo permanente que tengo desde pequeño y que ahora que fui al pueblo volvió de golpe.
Después la laguna.
Una laguna hermosa, con una isla en medio, con patos y pescados.
No se cansa uno de verla ni de recordarla.
Volver al pueblo fortifica el alma y nos da raíces. Sin eso valemos muy poco. Son los recuerdos, los sentimientos que nos forjaron el corazón y las vivencias que nos hicieron hombres, las palabras de la madre y del padre en el lugar de los hechos, nuestras calles, parques, juegos, sueños, abuelos, tíos, lo que nos hace fuertes y nos da destino.
Eso debe ser la cuna real de la nobleza, de los buenos sentimientos, de la mexicanidad en nuestro caso.
La vida después dio la oportunidad de hacer estudios y de leer a los grandes filósofos como Platón, Kant, Sartre, Aristóteles, Sócrates, Shopenhauer, Tomás de Aquino, Ortega, Voltaire y todos los demás que por carrera tuve que estudiar.
Al final me quedo con lo que me decía mi madre :  “hijo, siempre haz el bien, Dios te lo pagará”  
Si usted es de un pueblo y vivió ahí de niño, cuando pueda regrese y camínelo.
Vale la pena.