A pensar…

A pensar…

Cuando el conejo de Alicia en el país de las maravillas aduce que no puede quedarse porque tiene prisa, porque tiene muchas cosas que hacer, inaugura la nueva dimensión temporal de la modernidad, de la posmodernidad. El tiempo es dinero y no se puede perder. Incluso entretener el tiempo cuesta dinero. No hacer nada y no pasarlo mal cuesta también dinero. Tiempo y dinero nacen de la mano como necesarios. 

La celeridad absoluta y gradual se convierte así en un elemento definitorio de nuestros días. La calidad de ciertos elementos e instrumentos pasa inevitablemente porque sean rápidos. Una computadora es buena si realiza funciones rápidamente. Un coche es más atractivo si por su potencia es muy rápido y rebasa a los demás carros. Un negocio de distribución fija un tiempo máximo de entrega y si no se autopenaliza por no cumplir. Jean Baudrillard lo estudió y dejó muy claro que la celeridad, no solo la rapidez, como una llanta de coche, se agota en sí misma y no se sabe si va para adelante o hacia atrás, si avanza o retrocede. No se puede discernir y tampoco importa.

A esta característica de la naturaleza de nuestros días, le podemos añadir la creciente complejidad. Varios autores han desarrollado esta noción. Quizá nadie como Edgar Morin. Somos más conscientes de que ya no es tan fácil definir la realidad, de que es más fácil describirla que resumirla, de que todo se relaciona entre sí y se explica de manera progresiva sin nunca alcanzar algo definitivo. La imagen que puede acercarse a ilustrar la complejidad es la del remolino que constantemente profundiza sin dejar de engullir mientras haya líquido. 

La complejidad nos lleva de manera insensible al relativismo. La celeridad y el cambio refuerzan la superficialidad en las apreciaciones. Es más fácil moverse en las opiniones y en las sensaciones, que en la lenta agonía por intentar comprender las cosas. Rapidez, celeridad, opinión, complejidad, percepción, como se ha mencionado someramente en la columna, no favorecen la reflexión, la lentitud, ni el pensar.

Esto último es lo preocupante. Si se extiende por el mundo la inaprensibilidad de la realidad sumada a la desgana por enfrentarla, da como resultado una masa sin forma que se mueve aleatoriamente conforme las veleidades de la opinión golpean los oídos. Simplemente se repite, simplemente se reproduce, como la música, simplemente se dice que se piensa lo que se oye que se dice y que parece que por eso mismo está bien. Modas, modos, cambios, imposiciones políticamente correctas en la forma de entender las cosas y en el lenguaje, son olas que vienen y van y que arrasan con las voluntades. 

Quizá, en nuestros días, sea imprescindible asegurarse la oportunidad y la necesidad para pensar y para buscar razones de fondo. Para no convertirse en una partícula anónima que se mueve según lo que alguien desconocido, con intereses ocultos, dicta solamente queda el remedio de atreverse a pensar, que diría E. Kant, que plantearse desde un intento de objetividad hallar condiciones de la realidad y no tanto sensaciones de la singularidad. Es un reto difícil, pero al igual que en el siglo XVIII, la labor más complicada es la construcción de la propia persona. Esto se consigue, entre otros elementos, con la lucidez del pensamiento crítico.