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A la intemperie

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LA GENTE CUENTA

-¿Qué pasó, Carlitos? ¿Te volviste a portar mal?
    Carlos no tuvo que responder forzosamente esa pregunta, sino que esbozó una sonrisa comprometida ante la cara burlona de su vecino. Era mediodía, y el chico estaba sentando en la banqueta, afuera de su casa mientras que observaba impacientemente la calle, como buscando a alguien.
    Lucía un uniforme color azul marino un poco desgastado por las continuas lavadas, una camisa casi percudida y con una pequeña mancha de salsa en la solapa, mientras que la corbata roja que hacía contraste a su vestimenta estaba a medio amarrar; a su lado, una mochila voluminosa, estampada con las imágenes de su serie animada favorita.
    Allí, justo al lado de una pared blanca casi brillante, Carlos era un pequeño punto oscuro, solo iluminado por la intensidad del Sol, y a su vez generando cierta incomodidad; no había alguna señal de vida a lo largo de la cuadra, ni un vaso con agua para matar el calor de una vez por todas.
    Giró la cabeza para tratar de ver lo que aparecía al inicio de la calle: al principio se figuró ver a una mujer de ropas holgadas con una sombrilla azul caminando apresuradamente. Pensó que finalmente su penuria terminaría, pero no se percató que detrás de aquella figura femenina corrían dos figuras más, pequeñas, que a su vez llegaban a su destino.
    El calor seguía haciendo estragos alrededor: el piso se sentía más caliente, y su cabeza parecía asarse en una especie de horno improvisado. Como una forma de cubrirse, decidió quitarse su suéter gastado y sucio, producto de un partido de futbol, y con ello improvisó su propio paraguas, que al menos lo mantuvo en una temperatura inferior a la de la calle.
    Habían pasado 30 intensos minutos bajo el sol, y Carlos aún requería un poco de líquido vital para recuperar las fuerzas, pues el sol parecía adormecerlo, vencerlo en su espera para entrar de nuevo a su casa y descansar, pero al parecer no había algún tipo de señal adentro.
    Una mujer con un par de bolsas de mandado se acercó de la nada, con un gesto de preocupación genuina.
    -¡Carlitos, hijo! ¿A qué hora saliste?
    -Ay, mamá… Ayer te dije que hoy salía temprano de la escuela, pero no le quistaste los ojos a la televisión…