“EL OSO”
Juanito era un trabajador de la mina de San Juan Pachuca. Un indio bien mamado, grandote. Era un indio bajado del cerro a tamborazos.
Y vino de una ranchería del municipio de Ixmiquilpan. Se trajo a su vieja a buscar fortuna. Vivían en una vecindad de la calle de Humboldt, en el barrio de El Arbolito.
Era muy tomador de pulque. Le gustaba a madres. Diario se metía a la cantina a las 4 de la tarde y salía hasta que lo corrían. Tal parece que su madre lo tuvo en un tinacal. Una de las cosas buenas, era muy trabajador. Estuviera como estuviera, así iba a la mina. Era necio como mula, y, de vez en cuando, le ponía sus madrazos a su vieja.
Aparte de que era amigo de los amigos, cuando lo hacían enojar, se parecía al hombre verde y hacía sus desmadres. Un día se levantó más temprano que de costumbre. Le dijo su vieja:
• Todavía es temprano. Van a dar las 6 de la mañana.
• Sí. Pero tengo que llegar temprano a la mina. Desde ayer me avisaron que tenía que llevar una máquina a donde trabajo, y están muy pesadas. Dame tu bendición. No vaya a ser el diablo y me caiga una piedra en la cholla.
• Te iba a decir que no fueras a trabajar porque estoy sintiendo los dolores, y a lo mejor me alivio de un momento a otro. Luego me dan ganas de hacer de la chis, y siento que el chamaco se me sale.
• Tengo que estar a huevo en la mina. Si sigues así, la hora que sea me mandas avisar a la mina. Y si pasa de las cuatro de la tarde, ya sabes que estoy en la cantina. Mandas a uno de los muchachos, y luego vengo por ti y te llevo cargando de burrito a la clínica.
• Ya dijiste. Le puse chile de árbol a tus tacos.
Pasó toda la mañana, y por la tarde, “El Oso babas” estaba en la cantina “El Relámpago”, en el barrio El Arbolito, echándose una cruzada con sus compañeros, cuando le fue avisar una de sus hijas:
• Papá, se llevaron a mi mamá a la Clínica Minera. Que la fueras alcanzar allá.
• Vete a cuidar a tus hermanos. Voy para allá.
Les dijo a sus amigos:
• Compañeros, este negro se les va. Es la penúltima que tomo porque a mi vieja se la llevaron a la clínica. Va a tener un chavito. Salud, para que salga sano como su padre.
Todos levantaron sus vasos y lo felicitaron porque iba a ser padre.
• Felicidades. Pero debes de poner tres tandas juntas, o el niño sale chorrillento.
• Ya dijeron, cabrones. Órale, pinche cantinero, las pones o te las disparo. Adelante, mis valientes, vamos a empinar el codo, porque en este momento vale la pena hacerlo.
• ¿Cuántos hijos tienes con éste?
• Son 16.
• Ah, cabrón. A tu vieja se le han de salir solos.
• Eso merece que nos aventemos otro litro más.
Estuvo tomando hasta muy noche. Cuando cerraron la cantina, lo corrieron. Caminando de un lado para otro, chocando con la pared, que parecía que andaba pegando programas, llegó a la Clínica Minera. En la puerta lo paró la jefa de las enfermeras, inquiriéndole:
• ¿A dónde va?
• ¿Cómo a dónde? Señora, no mame. Voy a ver a mi vieja, que va a tener a mi hijo, o a lo mejor ya lo tuvo.
• Usted viene en estado inconveniente. No puede pasar. Este es un sanatorio, no un centro de vicio. A lo mejor se equivocó.
• Ah, chinga. ¿Quién me lo va a impedir? Tengo que pasar a huevo. Luego se muere la vieja, y nosotros no sabemos.
La señora, al ver que estaba hablando con un burro, le dijo:
• Pásele, pero no se mueva del pasillo. Su hijo todavía no nace. La enfermera le avisará en el momento, para que le dé un cubre bocas, y pase a verlo, porque con el aliento puede emborrachar al niño.
“El Oso” estuvo muy nervioso, paseándose como león enjaulado. Cada rato se fumaba un cigarro. Se paraba, se sentaba. Pasaban las enfermeras, y les preguntaba, pero no le daban razón. Este hijo, iba ser el número 16. A su vieja le decían en el barrio, “La Coneja”.
Pasaron las horas. A “El Oso” se le estaba bajando la borrachera, y no nacía el chamaco. En todo el pasillo había dejado muchas colillas de cigarro y escupitinas por todos lados. Hasta que escuchó un grito que lo hizo estremecer. Era de su vieja, que parece que estaba pariendo chayotes. Poco después salió el doctor, que parecía carnicero. “El Oso” corrió a preguntarle:
• ¿Ya, doctor?
• Acaba de nacer el niño. No sé por qué tiene tantos hijos. ¡Caray! Le pido su autorización para que ligue a su señora.
• No, ni madres. El único que liga con mi vieja soy yo.
• No entienda mal, señor. Le quiero decir que si le amarro las trompas.
• No la chingue, luego con qué traga si le amarra la trompa. Aunque estaría bien, porque es muy chismosa. Se parece a su madre.
• Para que me entienda, escúcheme bien lo que le voy a decir. Le pido su autorización de amarrarle las trompas de Falopio, para que ya no pueda tener hijos.
• Eso sí no, doctor. Amárresela a su vieja. A la mía déjela que siga produciendo.
• Yo le dijo porque a su mujer, de tanto hijo, le puede dar un cáncer en la matriz. Además el chiste no es hacerlos, sino mantenerlos.
• Si le da el cáncer, ya estaría de Dios. Y si tengo muchos hijos, a usted le vale madre. Si mi vieja tiene muchos hijos y se le salen solos. ¿Por qué la hizo gritar?
• Porque el niño venía atravesado.
• ¡Ah, cabrón!
El galeno se metió, muy disgustado, a la sala de maternidad. Y como venganza, dio orden, que no lo dejaran pasar hasta al otro día a las 4 de la tarde, a la hora de visitas. La enfermera salió a decirle:
• No podrá ver a su esposa hasta mañana en la tarde.
• ¿Por qué?
• El parto estuvo muy difícil. Ella tiene que descansar.
• No se preocupe, seño, aquí me espero.
• Váyase a su casa. La señora está bien atendida. Lo mismo que su hijo.
• Mejor me espero. No vaya ser que me cambien a mi hijo, y me den gato por liebre.
La enfermera lo dejo hablando solo. “El Oso” se sentó en la banca de cemento. Como pasada de medianoche, el sueño lo venció, y se acomodó a lo largo. Comenzó a roncar muy fuerte, que parecía un león bien encabronado. No dejó dormir a las enfermeras. Una de ellas lo fue a despertar. Lo movía fuerte. “El Oso” se levantó de un solo movimiento.
• ¿Qué pasó?
La enfermera se hizo para atrás, espantada, pensando que la iba atacar, porque se puso en guardia.
• Cálmese, señor, por favor. Sólo vengo a decirle que se vaya para su casa. Con los ronquidos no deja dormir a los enfermos. Ya espantó a todos los niños, que están llorando. Váyase a su casa, y mañana viene a ver a su mujer.
• ¿Qué horas son?
• Las dos de la mañana.
• Mejor me quedo aquí. Vivo hasta El Arbolito, y hace un chingo de frío. Présteme una cobija.
• No tenemos.
Bostezando, abriendo el hocico, que se le veían las tripas, se enroscó como perro, y se quedó dormido ante la mirada de la enfermera, que estaba que echaba chispas. Enojada, le dijo:
• Hágame caso, señor. En su casa va usted a estar mejor. Con el frío del cemento le vaya a dar un calambre.
Pero la enfermera estaba hablando sola, porque Juanito comenzó a roncar como olla de frijoles. Por la mañana lo despertaron. Eran las 10 de la mañana. Los doctores comenzaban su consulta. Y como estaba acostado, no dejaba sentar a los pacientes, que estaban parados.
Se salió de la clínica y se metió al mercado de Barreteros, a echarse una pancita. Luego se la fue a curar a la cantina que se llama “Todos contentos”. Ahí encontró a sus cuates y comenzó a tomar con ellos, olvidándose de su vieja y de su hijo. Como a las 6 de la tarde se acordó. Sin despedirse, corrió a la Clínica Minera. Pero ahí lo pararon en seco.
• ¿Dónde va?
• Voy a ver a mi vieja y a mi chavito, que nació ayer.
• No puede pasar. La visita ya se terminó, y usted viene borracho.
• Nada más un poquito, pero de gusto. Si quiere le hago un cuatro.
“El Oso” se paró en una sola pata. Se fue de lado, agarrándose de la pared.
Le echó una sonrisa a la administradora, la señora Mendoza, una mujer muy gorda y enérgica. Se salió del escritorio y jaló a “El Oso” de un brazo.
• Le estoy diciendo que no puede pasar porque viene borracho.
• Órale, pinche vieja. No me jale que no soy de la calle.
“El Oso”, al sentir que la señora lo tenía de un brazo, se dio un jalón fuerte para zafarse, que se fue de nalgas, quedándose la señora Mendoza con la manga de su chamarra en la mano. Se levantó y le dijo “El Oso”:
• Me cae que esta no se la paso. Ya le dio en la madre a mi chaqueta, y es nueva. Me la tiene que pagar.
• Váyase, señor. Está usted ocasionado problemas. Recuerde que está en un hospital.
• Los problemas, usted se los buscó. Me paga mi chamarra o le rompo su suéter, para quedar a mano.
La administradora se metió a su oficina y llamó por teléfono. “El Oso” la siguió sin dejar de molestarla.
• Entonces, ¿qué pasó? ¿Me la va a pagar?
• Ya le dijo que no. Y lárguese. Ya me sacó de quicio.
Llegaron los veladores, los camilleros, y lo agarraron de los brazos. Esto enfureció a “El Oso”, que comenzó a aventar golpes, patadas a diestra y siniestra. Llegó más personal, y entre todos lo cargaron y lo aventaron a media calle, que por poco lo machuca un carro. Cerraron las puertas de la clínica. Muy retador, les gritó:
• Les voy a dar tres, y si no me abren, entro a huevo. A la una, a las dos y a las tres. Se los dije.
Con piedras quebró los vidrios de las puertas, espantando a los enfermos por el escándalo. Se metió buscando alguno de los que lo sacaron, para golpearlo. Quebró una puerta a patadas. Estaba loco. De momento llegaron los uniformados. Lo calmaron a macanazos. Se lo llevaron a la delegación, acusándolo por daños en propiedad ajena. Como no pudo pagar los vidrios de las puertas, que eran muy grandes, además una puerta y dos parabrisas de coches, se quedó encerrado. Luego lo pasaron a la grande, donde lleva varios años encerrado. Su vieja nunca lo fue a visitar. Y “El “Oso” está muy triste porque no conoce a su retoño.