Letras y Memorias
• Bastan unas cuantas tortillas y dos colores de salsas, para hermanarse con desconocidos que disfrutan el mismo placer
Fue un lapso medianamente breve, una noche con cierto frío y unas cuantas estrellas pintadas en el cielo bello y airoso. Sobre un andador de esta ciudad capital se hallan las siluetas prodigiosas que ponen el sabor como el clímax de cualquier día cansado y largo.
Es en ese andador donde variados cuerpos convergen en un espacio de carpa roja y arropados por el humo de carnes al fuego. Ahí, quienes en un primer acercamiento son seres extraños, se mutan en miembros del mismo clan; son “güeros” o “tíos”, quizá “parientes” o “primos”, pero algo es seguro: bajo ese techo escarlata se aglomeran los más sabrosos deseos convertidos en sabores y aromas.
Para el ser mexicano, o pachuqueño en este caso, reunirse en espacios gourmet como la taquería callejera, resulta una experiencia digna de los Dioses pues, en las manos de esas mujeres y hombres, se almacenan los sabores elementales de la cocina mexicana: la suavidad y “grasosidad” de una tortilla rellena de distintos tipos de carne, una capa tenue o gruesa de salsa en distintas presentaciones y, cilantro y cebolla.
En esos viajes culinarios, uno termina por descubrir que los tacos son como un noble casero, pues no hacen diferencias entre ricos o pobres, clasemedieros o burócratas trajeados; el taco da la bienvenida a quienes acuden a él con la intención de saciar el hambre, el taco recibe gustoso cualquier paladar y prácticamente, también se hermana con personas de cualquier edad.
Y es justo esa hermandad, la que surge en torno a los tacos, lo que se vuelve curioso y digno de admirar. Pues como si se tratara de una utopía gastronómica, todos caben en la misma mesa, escena que me hace pensar en la conocida pintura de Da Vinci cuando, Jesús y todos sus discípulos, unidos en torno a la carne y sangre del Señor, compartieron una noche de jueves.
Esa justa escena transcurre en diversos puntos de esta ciudad capital. De la nada, desconocidos siguen un mismo fin y propósito, se miran unos a otros y con amena voz se desean las buenas noches, asientan con la cabeza ante los comentarios sobre el sabor de la cena y con carcajadas incluidas, bromean con el chef que ha brindado tan perfecto platillo. Los “provechos” resuenan y la gratitud se percibe en las barrigas abultadas de quienes saciaron su gula con más de cinco piezas.
Una sonrisa se esboza en el rostro de quienes arriban, pues observan el vapor ascendente desde la parrilla hasta la cima de los sueños gastronómicos. El amor les entra por las fosas nasales y la dopamina se alberga en sus bocas porque así es como los nobles taqueros se ganan nuestros billetes, con ese arte convertido en manjares uno se olvida de la pesadez en la oficina, de cualquier insinuación de gripe y hasta de la noche fría.
Transcurre todo esto en apenas unas cuantas mordidas. A algunos les toma apenas minutos devorar sus platos enteros, otros prefieren degustar cada gramo y se toman el tiempo necesario para lograrlo, mientras que unos más prefieren tomar ese orgasmo de sabor, en la comodidad de sus hogares.
¿Cuántas mordidas son suficientes para comer un taco? Pueden ser apenas dos o tres, al final el número de veces que uno muerda no resulta relevante porque la verdadera cuestión es: ¿cuántos tacos son suficientes para sanar un corazón roto o para disipar la fatiga? Esa es la cuestión existencial que agobia a quien visita una taquería; porque cuando pareciera que la mente tiene claras las intenciones, el estómago cambia la jugada y pide más de lo que el cerebro supone.
Es entonces, este recinto, como el Monte Olimpo. Un lugar donde cualquier hombre y mujer llegan y, pese a todo y ante todo, a la menor mordida sienten renovadas fuerzas para seguir con la carga que es la vida, una carga que sólo puede resolverse cuando se tiene la barriga llena, no vacía.
¡Hasta el próximo martes!
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