Xantolo, hace 30 años la muerte todavía no era artista de escenario

TIEMPOS MODERNOS
    •    Hoy es catrina, casi artista pero antes, ajena a los reflectores y cámaras, era maga y prestigio.


HUEJUTLA DE REYES, Hgo.- Debe ser el “síndrome del Chava Flores” por aquello de su canción en que reconoce la modernidad de la capital del país que conoció y vivió, comparada con la que después vio toda moderna, llena de cosas nuevas, “hoy mi México es bello, como nunca lo fue… Pero cuando era niño tenía mi México un no sé qué”. Será el tiempo de la edad, pero con todo y que las festividades del Día de Muertos en este municipio, corazón de la Huasteca Hidalguense, ocupan toda la plaza de armas junto al reloj de piedra con una entrada réplica de la Catedral, escenarios donde  se ve a un gigantesco hacedor de velas de cebo. Con todo y que el Xantolo ha cobrado fama internacional como nunca antes, la verdad, la mera verdad es que cuando hace más de 30 años vi por primera vez esta celebración tenía un no sé qué, imposible de encontrar en ninguna parte ahora.
     A muchos les gusta más en estos tiempos nuevos, les llena los ojos el esplendor de las luces, del recorrido en una pasarela por donde solo puede pasar uno a la vez, la sensación de estar en un museo al aire libre en que con toda seguridad muchos por primera ocasión entenderán el origen del Xantolo. Seguro será así, pero también es un hecho que la magia original se perdió en alguna parte.
     Hace tantos años que el profesor Ildefonso Maya me explicaba, aseguraba que los difuntos si regresan en el día acordado, se asoman sigilosos y pegan la carrera para seguir el caminito de flores hasta el arco instalado en el interior de sus casas. Ahí, contaba, platican con absoluta serenidad, miran de nuevo los lugares donde fueron felices en vida, aunque también infelices. Los muertos, aclaraba, no son muy dados a ver todo color de rosa porque ninguna existencia humana es solo risa y fiesta, “al contrario, por estos rumbos casi siempre es más pena que gloria, más penurias que festejos, pero si alguien comprende que así debe de ser son los Huastecos, los indígenas, los que en sus comunidades comprenden a la perfección la realidad”.
     Es la clave, me doy cuenta mientras miro hacia los cielos la figura enorme, tamaño colosal, de un hombre fabricante de velas de cebo que se colocan en un caballito de barro para que arda y guíen de la oscuridad a la luz a los que regresan en estos días. Esa es la clave: en las comunidades la muerte todavía no se ha vuelto artista, rostro de grandes espectaculares, figurín de escenarios casi de teatro. No, en las comunidades sigue con su tradición de ser de hueso macizo y duro, sigue con su hábito de hacer llorar a la gente.
     Y no, ya es tiempo de dejar atrás la cantaleta de todo escrito de estas fechas: “el Huasteco, el que juega con la muerte, el que la viste de alegría…”. Parece un reportaje para televisión con voz gritona estilo el locutor de bigotes tupidos en uno de los tres noticiarios de igual número de televisoras en el país.
   No, la que tarde o temprano nos ha de llevar lastima, hiere, deja con semanas enteras de llanto a los que se quedan, y como tal nadie en su sano juicio la abraza y le juega bromas. Menos en estos tiempos en que es invocada todos los días por los que sirven “al que no es bueno”, es decir al mismísimo diablo.
    Pero cada cual la mirará como quiera: estilo parque de Disney en el centro de Huejutla, o en el humo del incienso que se quema en cada casa de comunidades indígenas pegadas a la cabecera municipal, donde en muchos sentidos los difuntos llegan puntuales para saludar a los que dejaron y la esperanza siempre, de que un día llegarán, esperarán pacientes y verán que ya no vive nadie en ese lugar. Y no porque también hayan muerto, sino porque uno de sus hijos, nietos, logró romper la espiral de miseria para irse a otra parte con los suyos, con la nueva posibilidad que regularmente ofrece ser el primero en terminar una carrera profesional.
     A veces los fieles difuntos regresan nada más por eso, para sentarse y ver que pasen las horas, los días que les permiten visitar a los que aún viven. Y ahí sí que se les ve alegres, celebrantes, cuando nadie sale a su encuentro, cuando descubren un recado en que les informan que Margarita la nieta menor terminó sus estudios y se fue junto con sus padres a otro lugar donde empiezan a ser felices.
   A veces la celebración tiene que ver con el olvido de festejar la inminente repetición de la vida que tuvieron, y eso lejos de ofenderlos les llena de felicidad, de jolgorio, de agradecimiento porque sus descendientes verán, disfrutarán lo que ellos nunca pudieron.
   Eso se respiraba hace 30 años en casi todas las casas de Huejutla, de Atlapexco, de San Felipe, donde se hace el mejor pan de la región. Era algo mágico, único, un portal a la las realidades alternas abierto de par en par en el dintel de cada casa, porque la magia se había conservado, porque cada difunto es diferente, único.
    Pero debe ser asunto de edad, de la vejez machacona que lleva a pensar que siempre lo pasado fue mejor. Pero no, no fue mejor, simplemente era una vocación de los que conocen a la muerte de frente, la miran a los ojos y ella los mira.
     Hoy se puede hacer un “tour” por cada estación del Xantolo en la plaza de armas de Huejutla, se puede recorrer una y otra vez el escenario que aguantó feroz aguacero registrado el miércoles. Se puede aceptar que la modernidad tiene lo suyo y a una inmensa cantidad de visitantes les gusta.
    Pero como dijo el Chava Flores, “cuando era joven tenía el Xantolo… Un no sé qué”.
    La fiesta apenas empieza. Ya les contaré.
    

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