Susceptibilidad legislativa (La piel delgada)

FAMILIA POLÍTICA

“A puñaladas iguales,
Llorar es cobardía”.
Sentencia popular.

La actividad parlamentaria es, sin duda, una de las más apasionantes dentro de la vida pública. Aunque constitucional y políticamente, casi cualquiera puede ser diputado, ya en el cargo no cualquiera puede elevar su conducta a la altura de las exigencias institucionales y personales que tal investidura exige. Más allá de un partido político; más allá de un distrito electoral, cada legislador representa al pueblo, aunque no todos hayamos votado por él. Lo mismo ocurre con los integrantes de las fracciones minoritarias: aunque formalmente llegan a la curul por alguna de las partes (partidos) materialmente, representan al todo. El principio de igualdad empareja a quienes logran la mayoría, con aquéllos que lo hacen por vía de la representación proporcional. No hay diputados de primera y de segunda clases.
    Lo anterior forma parte de la teoría constitucional; la realidad tiene otros datos. Cuando una opción partidista logra acreditar a una apabullante mayoría, difícilmente logra sustraerse a la prepotencia del “mayoriteo”; aún sin prescripción legal, los muchos, con arrogancia abrigan intenciones de manejar todo con criterios absolutos; desde el control de los órganos internos de gobierno, hasta los aspectos más trascendentes en la vida institucional de una entidad federativa. Los pocos, encuentran en la tribuna, en la retórica parlamentaria, un instrumento para igualar las fuerzas con inteligencia y estrategia. La crítica, mientras más verdadera, más duele; la disidencia, aun respetuosa y cuantitativamente minoritaria, ofende a quienes se sienten ungidos por su majestad, el voto popular; las rechiflas, los abucheos, las risitas… lastiman su delgada piel y ponen al ego por encima de la investidura. No se resignan a estos gajes del oficio.
    En diferentes escenarios, la experiencia brindó a quien esto escribe, la oportunidad de conocer muy de cerca, a experimentados y paradigmáticos legisladores en ambas Cámaras del Congreso de la Unión. Todos expertos en argumentación legislativa; todos maestros en el arte de aniquilar adversarios en la tribuna y provocar a sus detractores en las galerías. Es obvio, a cada acción corresponde una reacción en sentido contrario y, por lo menos, de la misma intensidad: los gritos, las rechiflas, las porras injuriosas… estallan a la menor provocación; el orador profesional se obliga a soportarlo todo con beatífica sonrisa y amable mirada de piadosa condescendencia: en la política, en el amor y en la guerra todo se vale y el que se enoja, pierde.
    Cómo no recordar, por ejemplo, al Ingeniero Luis Sánchez Aguilar (compañero de Miterrand en la Sorbona de París), quien arribó a la Cámara de diputados postulado por un partido político y una vez ungido, formó su propia fracción parlamentaria: la del Partido Social Demócrata, cuyo único miembro era él. Su afán por el micrófono hizo que su partido (inexistente), con un solo diputado rompiera todos los récords de participación en la tribuna: siempre inteligente; siempre brillante y propositivo, sabía dominar a las masas y cultivar amistades, incluso entre quienes no compartíamos su postura ideológica.  Muy joven se marchó a ocupar su columna en el eterno oriente.
    “¡Diputadillos cobardes! ¡Diputadillos corruptos! ¡Diputadillos ignorantes! ¡Diputadillos indignos!…” nos gritaba Manuel Marcué Pardiñas desde la tribuna, mientras agitaba su blanca melena entre gritos que coreaban “¡Marcué, devuelve la camioneta!” (en alusión a un vehículo de lujo que le regaló el Presidente López Portillo…) Él escuchaba y con histrionismo perfecto se hacía el enojado; fingía no escuchar y continuaba con su lista de insultos. Al terminar preguntaba “¿Diputadillos: quieren que les diga más?” La coral respuesta no se hacía esperar: ¡Sííííííííí!  Murió siendo parte de la LVI Legislatura: viejo berrinchudo y bonachón, sembró entre sus adversarios formales, muchos amigos personales.
    Doña Rosario Ibarra de Piedra, desde el pódium arremetía en contra de todo aquél que no pensara como ella; lo hacía utilizando los adjetivos más infamantes; al verla, siempre imaginé que así serían las Erinias: horribles deidades femeninas de la mitología griega que personificaban a la venganza. Por respeto a su condición de mujer y a la legitimidad de su causa, nadie contestaba sus ofensas. Este año, el Senado de la República otorgó a tan singular personaje, la medalla Belisario Domínguez.
    Con estos antecedentes, regresé a la modestia del ámbito local el pasado miércoles 16. Por invitación expresa acudí al recinto legislativo para presenciar la comparecencia del Secretario de Gobierno, Lic. Simón Vargas Aguilar, como parte de la glosa del tercer informe de gobierno del titular del Ejecutivo Estatal.
    Llamó la atención, antes de iniciar la ceremonia, la integración de un corrillo informal en torno a Ricardo Baptista y otros personajes menores, en clara actitud de aquelarre conspiratorio. Después de que seguramente llegaron a un acuerdo no escrito, cada uno se dirigió a su curul.
    Cuando la Presidente de la directiva anunció su turno, el compareciente, fiel a su estilo, tuvo una intervención clara, precisa y además, breve, sin omitir por ello las formalidades propias de un acto de tan especial relevancia: manifestó su respeto al Gobernador Omar Fayad y saludó con todos los honores a los miembros del Poder Legislativo presentes en el recinto.
    Diecisiete oradores se registraron para formular preguntas en torno al discurso de Vargas Aguilar. El primer lugar correspondió al Diputado que se ha erigido en ícono de los morenistas; el también ex Presidente Municipal de Tula formuló un inquisitivo documento que agotó con mucho, los cinco minutos reglamentarios: sospechosismo, duda, agresiones veladas y directas, alusiones a los gobiernos anteriores con muy mala intención, y otros detalles, provocaron en el público claras molestias y alguno que otro significativo silbido. Esto era más de lo que podía soportar la delgada piel del orador y de sus seguidores, quienes se sienten depositarios de la fuerza que otorgan 30 millones de votos en las urnas nacionales. Con suficiencia, desde el podium espetó a los chifladores, entre otras cosas: “¡Acarreados!” “¡Están aquí gracias a la nómina!”… Es obvio que sus regaños enardecían más a los asistentes, quienes tuvieron que calmar sus ansias ante la señal conciliatoria que el Secretario de Gobierno les enviaba desde su sitial en el presídium.
    En la réplica, el Licenciado Simón no perdió la compostura; tuvo para cada cuestionamiento, una pertinente, respetuosa respuesta; también una disculpa cuando consideró que las interpelaciones excedían el ámbito de su competencia.
    Mientras tanto, Baptista, antes de iniciar la contrarréplica regresaba a su curul, cercana a la zona de invitados, en donde fue rudamente cuestionado, en corto, por algunos asistentes que se sintieron ofendidos por sus temerarias e irrespetuosas afirmaciones.
    Volvió a subir a tribuna sólo para insistir en sus argumentos y reforzarlos con unas láminas totalmente ilegibles aún a corta distancia. Según él, estos documentos eran pruebas irrefutables del ilegal proceder del Secretario. Al terminar, todos los miembros de su bancada salieron del recinto; después, La Presidencia ordenó un recuento mediante nuevo pase de lista. El quórum se había roto: ¿Bajo un plan previamente acordado? ¿Por rasguños en la delgada piel de los diputados morenistas? ¿Por acuerdo de evitar las comparecencias con el simple recurso de boicotear el quórum?
    Mientras tanto, Simón Vargas sonreía con beatífica condescendencia mientras, seguramente recordaba a Salvador Díaz Mirón: “El ave canta, aunque la rama cruja, como que sabe lo que son sus alas”.

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