LA GENTE CUENTA
-¡Por el amor de Dios, Arturo! Baja de allí de una vez por todas
-Sí, mamá, en un momento.
Si algo tenía Arturo era la capacidad de sacar de quicio a su madre. Que si saltaba en la cama, que si corría por las escaleras, que si jugaba con cerillos en su habitación, que si hacía experimentos con lodo y demás porquerías en su ropa… La pobre mujer, en cambio, rezaba para que su vástago no sufriera daño alguno.
Para esta ocasión, el plan brillante de Arturo consistió en colocar sobre el patio de su casa una fila de cubetas boca abajo, de modo que sugiriera un camino de piedras en medio de un río.
-Si te caes, no quiero que andes de llorón, como es tu costumbre…
-Yo sé lo que hago mamá –fue su única respuesta.
Arturo comenzaba a saltar cada una de las cubetas con tal sagacidad, que terminaba dando hasta 10 vueltas en muy poco tiempo; y de pronto se dio cuenta que su actividad comenzaba a aburrirle, y decidió agregarle un poco de emoción: amplió un poco la distancia entre una cubeta y la otra, dándole un nivel más peligroso al asunto.
La madre, en cambio, no despegaba los ojos de la sopa que preparaba con premura, pues había dedicado toda la mañana en limpiar el producto de los juegos de su hijo en sus prendas; además que, como todos los días y sin algún tipo de ayuda, realizó sus quehaceres, y ahora se apresuraba a tener la comida lista antes de que su esposo llegara.
-¿Ya dejaste eso en su lugar? Ya casi llega tu padre –insistió ella. Y aunque escuchó la risa juguetona de Arturo, esta vez no obtuvo una respuesta clara.
Arturo, por su parte, había creado una especie de trampa mortal para seguir probando sus capacidades, pues había un espacio considerable entre cubeta y cubeta, haciendo que los saltos fueran cada vez riesgosos e imprecisos.
La madre checó el sabor de su comida por enésima vez, prácticamente ya estaba todo listo: la casa lucía reluciente después de horas de trabajo arduo. Apagó las parrillas y se dirigió a la sala a tomar un aire, pero un golpe seco y un llanto la hicieron ponerse de pie de nuevo.
-¿Y ahora qué hiciste, grandísimo cabrón?
-¡Me caí!- lloraba desconsoladamente: finalmente ocurrió lo que debía ocurrir.
A pesar de la intensidad del accidente, solo un moretón surgió en su cabeza. Ella curó a su hijo, y como gesto de buena voluntad, mandó a Arturo a su habitación sin ver televisión.